Jorge Toro
Miembro Conocido
Ayer no más la vi, quedé pasmado y mudo,
al notar como el tiempo -cruel, implacable y rudo-
devastó sin clemencia, de tan cruda manera,
a la más poderosa y célebre ramera.
Hoy exhibe la estampa de una golfa acabada,
prueba de que a los años jamás escapa nada,
es gris caricatura de una efigie remota,
un vetusto esperpento sumido en la derrota.
Deambula silente, cabizbaja y vencida,
cargando su ardua pena, vacía y desvalida,
con el rostro marchito, incolora, huesuda;
y un mirar apocado que arduo dolor desnuda.
Se fueron al ayer años de vacua gloria,
de pródigos amantes y desbordada euforia;
fatua se avejentó, sin lazos familiares,
errando en su declive entre catres y bares.
No conserva ni sombras de ese garbo de diosa
ni la regia figura que le volvió famosa;
ahora al observarla sólo causa tristeza
su cara embadurnada, sin resto de belleza.
Su cuerpo desgastado luce frágil y flojo,
de su altiva postura no queda ni un despojo,
exhibe intenso surco de amargura en el ceño
y un andar indolente, falto de todo empeño.
De su regia cadera, sinuosa y atrevida,
y de esa espalda airosa, siempre esbelta y erguida,
perviven fofas masas de una sosa harapienta
que nada de su cuerpo logra entregar en venta.
Esos turgentes senos de sutil redondez,
de agitado erotismo y ansias de desnudez,
se advierten agotados, macilentos, caídos,
clamando silenciosos su irreversible olvido.
Su suave cabellera, de azabache color,
tan vaporosa al viento y mágico esplendor
ya es exiguo manojo de desteñidas greñas,
maltrechas y sin lustre, tales como su dueña.
II
Después de ser tan bella y además anhelada,
de ser de todo el barrio la joven más amada,
la azucena ensalzada entre las azucenas,
causante de incontables: ansias, llantos y penas…
Los hombres deliraban mirando su figura,
rendidos al vaivén de su fina cintura,
idos tras de sus ojos, tras su boca de miel,
tras de la lozanía que irradiaba su piel.
Su hechicera sonrisa doblegaba a los rudos,
que a su paso quedaban desquiciados y mudos;
le querían igual vecinos y extranjeros,
todos a una rondando su halo de mil luceros.
La vida le empujó a un encuentro nefasto
y hechizada olvidó todo su mundo casto,
ingenua, perturbada, vio dinero a montones,
y aceptó sin renuencia convivir con hampones.
Relegó a su familia y también la barriada
sin ver que permutaba todo aquello por nada,
tomó una ruta fútil de copas y aposentos
y anuló los enlaces con sus propios cimientos.
Enterró para siempre su prístina dulzura
y adquirió la fachada de efigie fría y dura;
erró por mil senderos, rumbo a ninguna parte,
y llegó a su final desdeñada y aparte.
III
Que enorme descarrío, que vida malgastada,
tanta carrera loca para acabar con nada,
cuanta precoz ceguera, yerro de adolescencia,
apenas comprendido con la áspera experiencia.
Todo un vivir sin frutos, sin logros valederos,
por un paso nefasto hacia errados senderos;
tantos sueños de vida tirados por la borda,
por oír a rufianes siendo a los suyos sorda.
Que avieso proceder, que incauta decisión
ir tras la gloria vana e ignorar la razón,
abandonarlo todo y arrojarse al abismo
por correr cautivada tras un vil espejismo.
IV
La veo y me pregunto, qué dirá a su conciencia
ahora que comprueba su total decadencia,
cuando al final confirma que acabó su quimera
y advierte su existencia dilapidada y huera.
al notar como el tiempo -cruel, implacable y rudo-
devastó sin clemencia, de tan cruda manera,
a la más poderosa y célebre ramera.
Hoy exhibe la estampa de una golfa acabada,
prueba de que a los años jamás escapa nada,
es gris caricatura de una efigie remota,
un vetusto esperpento sumido en la derrota.
Deambula silente, cabizbaja y vencida,
cargando su ardua pena, vacía y desvalida,
con el rostro marchito, incolora, huesuda;
y un mirar apocado que arduo dolor desnuda.
Se fueron al ayer años de vacua gloria,
de pródigos amantes y desbordada euforia;
fatua se avejentó, sin lazos familiares,
errando en su declive entre catres y bares.
No conserva ni sombras de ese garbo de diosa
ni la regia figura que le volvió famosa;
ahora al observarla sólo causa tristeza
su cara embadurnada, sin resto de belleza.
Su cuerpo desgastado luce frágil y flojo,
de su altiva postura no queda ni un despojo,
exhibe intenso surco de amargura en el ceño
y un andar indolente, falto de todo empeño.
De su regia cadera, sinuosa y atrevida,
y de esa espalda airosa, siempre esbelta y erguida,
perviven fofas masas de una sosa harapienta
que nada de su cuerpo logra entregar en venta.
Esos turgentes senos de sutil redondez,
de agitado erotismo y ansias de desnudez,
se advierten agotados, macilentos, caídos,
clamando silenciosos su irreversible olvido.
Su suave cabellera, de azabache color,
tan vaporosa al viento y mágico esplendor
ya es exiguo manojo de desteñidas greñas,
maltrechas y sin lustre, tales como su dueña.
II
Después de ser tan bella y además anhelada,
de ser de todo el barrio la joven más amada,
la azucena ensalzada entre las azucenas,
causante de incontables: ansias, llantos y penas…
Los hombres deliraban mirando su figura,
rendidos al vaivén de su fina cintura,
idos tras de sus ojos, tras su boca de miel,
tras de la lozanía que irradiaba su piel.
Su hechicera sonrisa doblegaba a los rudos,
que a su paso quedaban desquiciados y mudos;
le querían igual vecinos y extranjeros,
todos a una rondando su halo de mil luceros.
La vida le empujó a un encuentro nefasto
y hechizada olvidó todo su mundo casto,
ingenua, perturbada, vio dinero a montones,
y aceptó sin renuencia convivir con hampones.
Relegó a su familia y también la barriada
sin ver que permutaba todo aquello por nada,
tomó una ruta fútil de copas y aposentos
y anuló los enlaces con sus propios cimientos.
Enterró para siempre su prístina dulzura
y adquirió la fachada de efigie fría y dura;
erró por mil senderos, rumbo a ninguna parte,
y llegó a su final desdeñada y aparte.
III
Que enorme descarrío, que vida malgastada,
tanta carrera loca para acabar con nada,
cuanta precoz ceguera, yerro de adolescencia,
apenas comprendido con la áspera experiencia.
Todo un vivir sin frutos, sin logros valederos,
por un paso nefasto hacia errados senderos;
tantos sueños de vida tirados por la borda,
por oír a rufianes siendo a los suyos sorda.
Que avieso proceder, que incauta decisión
ir tras la gloria vana e ignorar la razón,
abandonarlo todo y arrojarse al abismo
por correr cautivada tras un vil espejismo.
IV
La veo y me pregunto, qué dirá a su conciencia
ahora que comprueba su total decadencia,
cuando al final confirma que acabó su quimera
y advierte su existencia dilapidada y huera.