Antonio Jurado Rivera
Miembro Conocido

Aquella tarde de otoño se había presentado grisácea y tímidamente el cielo empezaba a lloviznar.
El ambiente entre la niebla por su aspecto parecía decir que iba a ponerse a llover de un momento a otro.
Aunque era un día un poco frío, después de comer inesperadamente se me ocurrió que no era mal momento para hacer una visita al castillo de un pueblo cercano, a unos 20 km de mi casa.
Venía conduciendo mi auto porque ya volvía de la visita, pero a la altura de otro pueblo que está posiblemente a la mitad de camino del castillo, la lluvia ya era más densa y se veía la carretera con mucha dificultad.
Tuve que poner en marcha el limpiaparabrisas a tope para ver mejor la carretera y para conducir más seguro.
Entonces me percaté de que, como un kilómetro adelante iba una mujer, que andaba con cierta dificultad y con mucha lentitud.
Imaginé que con lo que llovía debía ir la pobre señora mojada como una sopa.
A cada paso que daba se apoyaba firmemente sobre un cayado que sujetaba con su mano derecha y que le servía de soporte.
En un momento la adelanté y aparqué mi auto en lugar seguro para el tránsito rodado. La lluvia seguía cayendo.
Cogí dos paraguas que siempre llevo en el coche por si la lluvia, me bajé, los abrí y retrocedí andando hasta llegar a la altura de la pobre señora que, efectivamente iba con la cabeza y las ropas empapadas.
Buenas tardes buena mujer, le dije al llegar a su lado, ofreciéndole uno de los paraguas que aceptó de inmediato.
Mientras me contestaba me di cuenta de que era una persona de mucha edad y de aspecto apacible y bonachón.
Yo le calculé que podría estar cercana a los 80 años, o quizás más porque las arrugas de su faz eran muy acusadas por el paso del tiempo.
Le pregunté adónde se dirigía y me ofrecí para llevarla con mi coche hasta ese lugar, para evitar que se mojara más todavía.
Ella me contestó que no, que solo le faltaban 100 metros para llegar a su destino y que enseguida volvería a su casa que estaba solo a 5 km de allí.
En ese momento me imaginé que al paso que ella andaba, pasito a pasito, cinco kilómetros podrían ser perfectamente para ella, tres horas caminando.
Miré hacia adelante y hasta donde me alcanzaba la vista no veía ningún edificio, ni gasolinera, ni cualquier otro lugar para guarecerse de la lluvia, adónde ella pudiera ir.
Le insistí para qué accediera a que la llevara hasta adónde iba y le dije que con gusto la llevaría también después a su domicilio, para que se cambiara de ropa y la pobre mujer no cogiera una pulmonía.
Accedió ante mí insistencia, porque la lluvia ya era una incesante cortina y se subió en el coche en el asiento trasero, porque no quiso ponerse en el delantero, para no mojar ese asiento, dijo.
Habíamos circulado menos de un minuto cuando me dijo que parara, que era allí adónde iba.
Mis ojos no acertaban a adivinar el lugar al que iba la buena señora, porque no se veía nada que me pudiera indicar por su aspecto, “debe ser ahí”.
¿Dónde es?, le pregunté a la buena mujer.
Ella no me contestó, ya se había bajado del auto y con el paraguas abierto, anduvo unos pasitos por el arcén de la carretera, hasta detenerse delante de una cruz muy pequeña de mármol blanco, que estaba clavada en el suelo.
Se quedó allí quieta delante de la cruz, rezó un Padrenuestro de viva voz bajo aquella barrera de agua que seguía cayendo y a continuación comenzó a hablar con alguien imaginario, que a juzgar por sus palabras pude adivinar que allí había muerto su único hijo, en un desgraciado accidente de un coche, cuyo conductor iba excesivamente rápido y mientras su hijo iba caminando hacia su trabajo, fue arrollado por el vehículo y falleció debido al brutal impacto.
La cruz, en la parte superior ostentaba un pequeño ramo de flores ya ajadas, que debido a la incesante lluvia del momento, había comenzado a perder las hojas que habían caído al suelo bajo la cruz.
Aquella mujer se levantó un mandil empapado que llevaba puesto, extrajo de debajo un nuevo ramo de flores frescas que llevaba guardado y lo depositó en la cruz en lugar del ajado.
En el centro de la cruz estaban escritos el nombre, los apellidos y la fecha del suceso que allí pasó.
Era de 31 años atrás.
Me impactó aquella situación. Tratando de entender aquella coyuntura familiar, imaginé que aquella buena señora durante 31 años había estado llevando flores al lugar donde murió su hijo para rezarle y poder estar un rato hablando con él y hacerle sus confidencias.
Un ángel me pareció aquella buena mujer desde aquel instante.
Al pensarlo, no pude evitar emocionarme, ni que se me cayeran las lágrimas ante tal demostración de amor, dedicación y fidelidad por un hijo, aunque ya no estuviera entre nosotros.
¡Santas madres! Lo más cercano a Dios en una madre, cualquier madre del mundo lo es.
¡Cuantos ejemplos se pueden aprender de la personas mayores!
La viejecita estaba completamente empapada, se lo rogué y de inmediato accedió a entrar al coche para quitarse su ropa, secarse con las toallas secas de mi bolsa de ir a la piscina, vestirse con mi chándal, calzarse mis zapatos deportivos y cubrirse con unas mantas que yo siempre llevo en el maletero, para abrigar a mis hijos si alguna vez es necesario cuando vamos a la nieve.
Esperé pacientemente varios minutos a que terminara de cambiarse y una vez me dijo que ya había terminado, me indicó a dónde estaba su casa y allí nos dirigimos.
La pobre mujer comentó que se llamaba Elena, que su hijo se llamaba Enrique igual que su padre y durante todo el camino me decía llorando que yo era muy bueno por lo que había hecho por ella y que me estaría muy agradecida “todos los días de su vida”.
¡Que yo era muy bueno!, ¡Pobre mujer!, ¡Qué más quisiera yo!
¡Ella sí que era buena, pero buena de verdad! Ella era un ángel del cielo.
Cuando llegamos a su casa afortunadamente pude poner el auto a cubierto, porque cuando vivía su marido aquello era el garaje del suyo y así pudimos entrar a su casa sin volvernos a mojar.
Una vez dentro, me dijo que esperara un momento para ponerse sus propias ropas y poder devolverme la que había usado mía.
Tardó en venir y mientras lo hacía fui observando el ambiente de la casa.
Las paredes y los muebles estaban a rebosar de fotos de su hijo, de su marido y otras familiares y había un pequeño oratorio con una imagen de la Virgen de Montserrat, a la que después me comentó que le tenía una fe ciega.
Una vez volvió de cambiarse de ropa, se presento con dos tazas de caldo calentito, me tendió una de ellas que insistió en que me tomara para entrar en calor después de tanto rato bajo la lluvia.
Me confesó que su marido hacia ya 10 años que se fue al cielo y comenzó a llorar porque desde que su marido murió, como ella ya hacía años que cojeaba por un problema médico, no podía ir cada semana a llevarle flores nuevas a su hijo y por esa razón no podía hablar con él como antes lo hacía.
Que actualmente iba una vez al mes incluso cada más tiempo por su dificultad cada vez mayor, para caminar.
No tenía familia alguna para que la acompañaran, porque debido a su longevidad, todos sus familiares ya habían desaparecido.
Y por ese motivo se sentía mal porque la visita su hijo era lo que le daba fuerzas para seguir viviendo.
Yo pensé fríamente, que tal vez el cielo había sido quién decidió que ese día fuera yo a visitar el castillo, no por el castillo, si no porque me habían elegido para hacerme cargo y atender o ayudar aquel día de aquella santa mujer.
No me lo pensé mucho, sencillamente me ofrecí voluntariamente a ir a buscarla cuando ella me dijera y yo la llevaría al lugar de la cruz y la retornaría de nuevo a su casa, todas las veces que ella lo necesitara.
Lloraba amargamente la pobre señora ante mi ofrecimiento, y no aceptaba de ninguna manera para no molestarme ni a mí, ni a mi familia, pero ante mi insistente ofrecimiento acabó por creer que mis intenciones eran sinceras y desinteresadas porque que yo la quería ayudar a toda costa.
Estuve llevándola a la cruz todos los sábados durante unos seis meses y desde la primera vez que fui, me acompañaron o mi esposa y mis hijos o alguno de ellos, de forma que llegamos a tener una familiaridad y una amistad entrañable todo aquel tiempo que disfrutamos de su compañía.
Al cabo de ese espacio de tiempo, un sábado fuimos a recogerla y no había nadie en su casa.
Un vecino nos dijo que le había dado una embolia y que se la habían llevado al hospital.
Cuando fuimos a visitarla, la pobre mujer ya había fallecido. Tenía 89 años. Había dejado una carta a la enfermera con nuestros nombres, por si íbamos a verla. En ella nos daba las gracias y nos pedía que si moría, pusiéramos la cruz de su hijo en la carretera, dentro de su tumba.
Así lo hicimos respetando su decisión el día que tuvo lugar su entierro. Fue una gran pérdida personal para nosotros, para toda mi familia. Solo deseo que mis hijos hayan aprendido esta lección de ayudar a quién lo necesita.
Estoy seguro de que, si hay Dios, esta mujer tan buena y ejemplar como persona, sin duda alguna habrá ido al cielo.
Antonio Jurado (España)
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