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Remembranzas Añejas

Carlos Estrada

Miembro Conocido
“El Amor es la poesía de los sentidos”
Honoré de Balzac


Remembranzas Añejas

Me sucedió en otros tiempos
cuando la vida era amena,
cuando inexorablemente
me acompañaba mi estrella.
Fue una experiencia tan dulce
cual la miel de las colmenas
y tan fuerte y fascinante
que hacía olvidar las penas.

Mi vivir era rutina
de una existencia estupenda,
jovial y desenfadada
sin diluvios ni tormentas;
monotonía trocada
en apariencias externas
de sosiego y mansedumbre
hasta la mañana aquella.

Creo fue obra del destino,
quizá voluntad suprema,
el que la viera ese día
cruzar enfrente a mi puerta.
Y mi mente adormecida
no imaginaba siquiera
que ella en mí generaría
miles de emociones nuevas.

Septiembre resplandecía
cual si fuera en primavera:
un cielo añil saturado
de blancas formas inciertas,
un sol alto y deslumbrante,
una brisa suave y fresca
y para colmo una ninfa
pasaba de mí tan cerca.

Pero ella siguió de largo,
pasó sin mirarme apenas
con ese andar que denota
la majestad de su alteza.
Y sabrá Dios por qué causa
me agradaron sus maneras
al extremo de llamarla
temeroso que se fuera.

Y volvió sobre sus pasos
hasta el umbral de mi puerta
y clavó en mí sus ojazos
de esmeraldas, en espera
de alguna pregunta mía,
trivial por naturaleza
que fue apenas un motivo,
un pretexto para verla.

Pude así tras mi artimaña,
con extrema sutileza,
observarla palmo a palmo
sin escuchar sus respuestas.
Y me mostró sus encantos
la exquisita y rara perla
y de ella quedé prendado
cual, de la roca, la hiedra.

Eran sus ojos dos lagos
de apacibles aguas quietas
y su pelo era cual oro
derramado en largas trenzas.
En sus labios florecía
una sonrisa de almendras
y era cual nácar pulido
su blanquísima piel tersa.

Sus manos eran palomas
diminutas y ligeras,
obra sensual de artesano
las curvas de sus caderas
y era cual nota armoniosa
de fatuo arpegio de cuerdas
su voz viajando en el viento,
clara y dulce, suave y tierna.

Me atrajo su atuendo simple,
su porte de diosa griega,
la candidez que irradiaba
su faz grácil y serena.
Y pensé: “Jamás he visto
joven tan bella como esta
adolescente, de frágil
apariencia de azucena”.

Se fue después y al marcharse
a cumplir con sus tareas
sentí algo extraño en mi pecho
cual si su ida me doliera.
Y aun a pesar de mis años
no tuve conciencia plena
de que me había flechado
de Cupido, una saeta.

Luego de aquella mañana
que la vi por vez primera,
la vida cobró sentido
y algo cambió en mí, de veras;
se cayeron de mis ojos
las vendas de mi ceguera
y agradecí el estar vivo
para admirar su belleza.

Ella volvía de día
siempre a las ocho y por verla
yo aplazaba mis deberes
y olvidaba mil faenas.
Para mí no amanecía
hasta que al cabo la viera,
en traje de colegiala,
brillar bajo el sol cual gema.

Cuando llegaba, mi dicha
no conocía fronteras,
parecía un sentenciado
reo a gusto en su condena.
Mas, si se atrasaba un rato,
por muy breve que este fuera,
mi ánimo se desplomaba
como castillo de arena.

Poco a poco fui notando
con alegría y sorpresa
que no le era indiferente
y de ello, la mejor prueba,
era quizá la sonrisa
espléndida y mañanera
con que solía obsequiarme
cada día, el hada buena.

Los días se sucedieron
uno tras otro, en hileras,
plenos de gozo y contento,
llenos de luz y promesas.
Se me iba, fugaz, el tiempo
zozobrando en la marea
verde-azul de su mirada
que me ataba cual cadena.

Charlábamos, como ausentes
del sobrio mundo de afuera,
de temas intrascendentes,
de nimiedades confesas,
de proyectos, de fracasos,
de recuerdos, de ansias viejas,
de amores abandonados
y Remembranzas Añejas.

No entiendo bien si fue hechizo
o fue arte de magia negra,
solo sé que en mi desquicio
idolatré a la princesa
y aun sabiendo que era absurdo
alimentar tal quimera,
a sus pies, me hice su esclavo
y en mi ser, la hice la dueña.

Y nos fuimos acercando
más y más, sin darnos cuenta
de las horas, de la gente,
de los muros, de las reglas.
Y al cabo de algunos días
de estar como hierba y tierra,
ya su corazón y el mío
andaban la misma senda.

Porque nunca a nuestro clima
llegaban nieves o nieblas,
ni celajes borrascosos,
ni tempestades siniestras.
Porque todo era armonía
y risas y charlas luengas,
tarareo de canciones
de moda y extensos poemas.

Cada noche la soñaba
y en tales sueños era ella
la causa de mi alegría
y el final de mis tristezas.
Y los momentos que había
grabado mi mente alerta
durante el día, a esas horas
me arropaban en su estela.

A la mañana siguiente
se repetía la escena:
ella llegaba sonriente
a iluminar mis tinieblas
y el brioso Amor, el sublime
loco hacedor de violentas
pasiones, me consumía
como el fuego a la madera.

Siguió Cronos su camino
galopando a la carrera
sobre el corcel incansable
del tiempo, que nunca espera.
Se acercaba el firmamento
casi al ras de mi cabeza
y aquel amor retozaba,
bullicioso, por mis venas.

En los feudos de mi mente,
otrora exhausta y desierta,
nacían lucubraciones
que allá, por aquellas fechas
hilvanaban poesía
enrevesada, en ofrenda
ritual, de un enamorado
a una pasión de leyenda.

De ese ayer feliz, distante,
por ventura se conservan,
los versos exuberantes
que esculpían mis ojeras;
aquellos que en mí brotaban
como el pasto en las praderas,
todos por ella inspirados,
todos libres y sin riendas.

¡Quién sabe las madrugadas
de insomnio, que pasé en vela
volcando en papel marchito
mis fantasías secretas
y las horas que gastaba,
sumido en penumbras densas,
llevando a letras la euforia
de mi ilusión inconfesa!

Siempre ante ella aparecía
portando un pliego o una esquela
compañera de una noche
de desvelo y rimas llena.
Y ella leía mi escrito
con voraz fruición y mientras
yo contemplaba, alelado,
su blanco rostro de cera.

Ignoro si lo sabía,
quién sabe si acaso hoy sepa
que me encantaba mirarla
en ocasiones como esa,
cuando al leer parecía
evadida y de mí ajena,
musitando en voz muy baja,
de este orate, algún poema.

Y así fue, que llegó el día
en que no podía verla
sin soñar hacerla mía
y a toda costa, tenerla.
Mas, el temor a su enfado
y el miedo a un “no” que me hiriera
me impedían confesarle
que yo ardía por quererla.

A la larga, sin embargo,
comprendí que era sincera
la emoción que en mí sentía;
que a su lado era una fiesta
mi vivir y tras pensarlo
me dispuse con firmeza
a correr todos los riesgos
y a declararme a la bella.

Fue el día quince y temprano
desperté con la certeza
de que abrigaba mis sueños
su sedosa cabellera
o era acaso el desatino
de un alma de amor enferma,
llena de brumas, de hastíos
y soledades inmensas.

Esa mañana lejana
fue en sus colores perfecta,
plétora en sol y esplendores,
pródiga en frases risueñas
cual dádiva del destino
que, azaroso, nos compensa
los malos tiempos vividos,
con adorables promesas.

Al gorjeo de gorriones
hablamos horas enteras;
ella esperando, paciente,
a que al fin me decidiera
y yo intentando, afanoso,
romper el hielo que hiela
con timideces absurdas
la charla del que corteja.

Llegado el momento exacto
obvié mi habitual cautela,
mis temores hice a un lado,
mis dudas eché por tierra
y fue entonces que le dije
con voz temblorosa y queda
que del Amor me sentía
cautivo, amando mis rejas.

Que de mi mar y mi playa
era la barca y la vela,
que de mi errar vagabundo
el camino y la vereda;
que la pasión más sublime
me consumía en su hoguera,
que sin tregua la pensaba
desde el día en que la viera.

Luego, veloz y atrevido
tomé con el alma inquieta,
entre las mías, sus manos
trémulas, como aves presas;
las aproximé a mis labios
y extasiado dejé en ellas
con reverencia estampados,
dos tiernos besos de ofrenda.

Me dejó hacer, estudiando
cada gesto, muda y quieta,
detallando mi entusiasmo
con mesura y circunspecta
y yo viendo que mi audacia
no la tenía molesta
osé pedirle un abrazo,
uno tan solo, aunque fuera.

—¿No crees que vas muy aprisa?
(inquirió uniendo las cejas).
—Es oro el tiempo y ya hay siglos
que mi corazón te espera.
—¿Podré confiar en lo dicho?
—Lo harás si amarte me dejas.
—¿Y si me niego ya mismo?
—Insistiré en mil maneras.

—Mira, que puedes cansarte
(me replicó, zalamera).
—No se cansa quien pretende
ser feliz y echar las penas.
—¿Qué te hace pensar que acepte?
—El ver que no me desdeñas.
—¿No te estás creyendo cosas?
—En lo absoluto, muñeca.

Sonrió y liberó sus manos
sin premura y con la diestra,
a un rizo de sus cabellos
le dio vueltas y más vueltas
a la vez que se extraviaban,
en actitud del que piensa,
su mirada en la distancia
y su mente en sus ideas.

Y así quedó unos instantes,
meditabunda y discreta,
abstraída en sus silencios
cual si soñara despierta.
¡Ah, cuánto amé su carita
de infante deidad terrena,
cuánto al verde paraíso
de aquellos ojos de selva!

Volví a insistir porque creo
que triunfa el que persevera
y ella escuchó mis palabras,
curiosa, dócil y atenta.
Esta vez fui más directo
y con tono de quien reta
le hablé así: —¿Me temes niña
o es que acaso te da pena?

Y continué: —De ese abrazo
depende el que no me muera.
No niegues a un moribundo
de amor, su ilusión postrera.
Cinco minutos tan solo
regálame, que se quiebra
de tanto doblar tu nombre,
mi anhelo tallado en piedra.

—¿Estás jugando conmigo
el juego de quien se arriesga?
¿Seré un sueño que has perdido
o el trofeo de una apuesta?
—Si es que tienes tantas dudas
(le dije) chiquilla terca,
mejor déjame obsequiarte
el edén que mi alma alberga.

—¿Por qué quieres abrazarme?
—Para sentirte más cerca.
—¿Aquí, delante del mundo?
(comenzó a ceder, coqueta)
y al verla preocupada
mirando nerviosa afuera
agregué con voz pausada:
—Puedo hacer que no nos vean.

Le hizo gracia mi osadía
y consintió ya dispuesta:
—Si han de ser cinco minutos,
de acuerdo, cierra la puerta.
Y después de una mirada
de picardía repleta
reímos y supe entonces
que al fin ganaba la guerra...

Aclaración:
El editor no permite subir el poema completo.
Intentaré subir las últimas 6 estrofas en el primer comentario.
 

Carlos Estrada

Miembro Conocido
...continuación...

Ya en la habitación, aislados
del vulgo y de sus problemas,
recuerdo que, emocionado,
¡ay, me temblaban las piernas!
y que al estrechar su cuerpo
con exageradas fuerzas,
un suspiro incontenido
se escuchó en la estancia entera.

Luego, en loco desenfreno
besé su boca sedienta
de mil caricias prohibidas
y me extasié con su néctar
y al calor de aquellos besos
creí notar la silueta
de un alado niño, armado
con arco y doradas flechas.

¡Dios! todavía recuerdo
de aquella piel, la tibieza;
cómo arrullaban sus brazos
mi cuello en sutil entrega
y cómo hacia mí la atraje
por su talle de sirena
y cómo bebí del cáliz
párvulo, de su pureza.

Más tarde, a la luz del día
me llené los ojos de ella
y su candor femenino
me fascinó en tal manera
que entendí que mi destino
sería adorarla y hacerla
la cobija de mi invierno
y el sol de mi primavera.

Y así, desde aquel momento
me acompañó hasta la fecha,
siempre fundida a mi carne,
año tras año, a mi diestra.
Y en mi alcoba, desde entonces,
reluce cual luna llena
y es la musa inspiradora
que a mis ensueños desvela.

El cauce de nuestra historia
inunda aún las riberas
y se desborda en los mares
y es un río en las mareas.
Y ante este amor invencible
que ya ni el tiempo doblega
deshojará el calendario
su hojarasca plañidera.

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José Luis Blázquez

JURADO - MODERADOR de los Foros de Poética Clásica
No es nada fácil, Carlos, comentar como se merece una obra tan sublime como ésta. Tiene tan rara perfección, que todavía no salgo de mi asombro. La historia, perfectamente desarrollada, el tema, de un exquisito romanticismo, y la versificación, impecable, sin poder poner ni un solo “pero”. Un conjunto excepcional que deja realmente sin palabras a quien tiene el placer de leerlo. Me quito el sombrero ante la magnitud de tu ARTE.

Un abrazo.
 

Carlos Estrada

Miembro Conocido
Muchas gracias, poeta José Luis, por sus palabras sobre mi poema. Me ha llenado de alegría saber que le ha gustado tanto. Sus comentarios son siempre un gran estímulo y me animan a seguir publicando en este cálido espacio poético. Es un verdadero honor saber que mis versos han resonado con usted de esa manera tan especial. Pase una linda noche.
 

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