DR Jose Roberto Hernandez
Miembro Conocido
El llanto de los pecadores
No alcanzaba la acera para el contoneo de las caderas de Isabel. Perplejo te dejaba su andar los domingos por la tarde, cuando su vestido ancho de catedrales casi bañaba las tiras de cueros de las guarachas que dejaban huellas de camión en el polvo de la calle y en la acera después de cada pequeño charco que pisaba.
Su matrimonio se alejaba de su alma cada año que Arturo, su esposo, cumplía tras las rejas.
Arturo que cumplía el lustro tras las rejas, y que ya no era violado por la vieja guardia del segundo piso donde los longevos reclusos pasaron seis meses "comiendo" carne fresca hasta que se les hizo falda maltrecha. Todo eso, cortesía de su fornido y bien parecido como pagado hp carcelero Osvaldo.
Las visitas; fogosas al principio, empezaron a sentirse rechazadas y cuando se empezaron a espaciar, el matrimonio se sentía, digamos que algo mejor.
Aunque forzosamente él no era fiel, ella sí lo fue. Bueno por casi un año; hasta que en cada inspección antes de entrar, Osvaldo, el carcelero "precioso" revisaba minuciosamente hasta la ropa interior de la criollita Isabel.
Cuando el matrimonio hacia el amor en el lugar destinado al reclusorio, un par de ojos más, participaban en aquella simbiosis sexual que cada vez era más fingida.
A Osvaldo le empezó a gustar el trabajo de inspección isabelino y a ella le gustaba llevar cada vez menos o más bien más ligera ropa interior
Cierta vez Isabel se dio cuenta del tercer par de ojos y echo una mirada y sonrisa a la rendija que termino más rápido que de costumbre de eyectar el morboso pecado.
Ya pueden imaginar la próxima inspección. En esta, la visita no sucedió, y se espaciaron mientras ella, para su barrio, cada domingo visitaba aquella cárcel (dejando sus huellas de camión en el camino) cuyo nombre vivía en el aire. "El aro del ángel".
Para Arturo, ya no ser carne fresca, no lo alejaba de lo que había comenzado a disfrutar con el bello de las rejas, quien a demás, al parecer no solo aprovechaba las rendijas del magro cuarto de visitas para excitarse con el vaivén y las sonrisas de Isabel, sino con la contundente membrecía del preso 1277.
Pero llego el día de la casi no esperada libertad. Ningún miembro del matrimonio sabía sobre el eje que giraban sus entrepiernas.
A Isabel le costó trabajo recoger a Arturo esa tarde y le salvó esconder la sonrisa y mirar a la cara a su esposo el trozo de tela que casi le cubría el rostro tapándose del grueso primer aguacero de Mayo.
Algunas sonrisas pálidas y un silencio entre los dos fue interrumpido por el chofer quien llenó de preguntas impertinentes a la pareja que respondían ansiosamente como si les salvara la vida y la vergüenza de tener que vaciar el alma; aunque inevitablemente llegaría el momento de estar solos.
-¡Al fin en casa!! Exclamó Arturo con voz incolora soltando su flaca mochila sobre el mismo sillón que disfrutaba años atrás en el portal, ahora en medio de la salita del apartamento.
Isabel se le abalanzó abrazándole y llorando.
No había terminado la pregunta cuando se arrepintió de hacerla. Ella se despegó bruscamente fingiendo extrañeza, al darse cuenta que la pregunta debiera haber sido una expresión igualmente hipócrita de algo así como: “ ¡Al fin, todo termino!”
Quince minutos después y aunque ambos hacían su mejor esfuerzo; ella por imaginarse aquella rendija por donde Osvaldo rascabuchaba y el por imaginarse al fornido mira hueco hundiéndole la espada hasta la garganta.
Un mutuo empujón casi asqueante les separó. Isabel seca como el Sahara y él muerto como un diario enrollado y mojado.
Arturo fue el primero en hablar y no escatimó en detalles mientras contaba su historia. Ella derramaba una lágrima y media.
Luego Isabel sinceró su relato con no menos detalles. El dolor y la vergüenza se esfumaron cuando la tercera y común entidad fue rebelada.
El asombro de ambas sonrisas y el flujo del pecaminoso acuerdo cayó al suelo tres horas después, cuando el oficial, ahora de seguimiento, tocó la puerta del apartamento.
Vampi
No alcanzaba la acera para el contoneo de las caderas de Isabel. Perplejo te dejaba su andar los domingos por la tarde, cuando su vestido ancho de catedrales casi bañaba las tiras de cueros de las guarachas que dejaban huellas de camión en el polvo de la calle y en la acera después de cada pequeño charco que pisaba.
Su matrimonio se alejaba de su alma cada año que Arturo, su esposo, cumplía tras las rejas.
Arturo que cumplía el lustro tras las rejas, y que ya no era violado por la vieja guardia del segundo piso donde los longevos reclusos pasaron seis meses "comiendo" carne fresca hasta que se les hizo falda maltrecha. Todo eso, cortesía de su fornido y bien parecido como pagado hp carcelero Osvaldo.
Las visitas; fogosas al principio, empezaron a sentirse rechazadas y cuando se empezaron a espaciar, el matrimonio se sentía, digamos que algo mejor.
Aunque forzosamente él no era fiel, ella sí lo fue. Bueno por casi un año; hasta que en cada inspección antes de entrar, Osvaldo, el carcelero "precioso" revisaba minuciosamente hasta la ropa interior de la criollita Isabel.
Cuando el matrimonio hacia el amor en el lugar destinado al reclusorio, un par de ojos más, participaban en aquella simbiosis sexual que cada vez era más fingida.
A Osvaldo le empezó a gustar el trabajo de inspección isabelino y a ella le gustaba llevar cada vez menos o más bien más ligera ropa interior
Cierta vez Isabel se dio cuenta del tercer par de ojos y echo una mirada y sonrisa a la rendija que termino más rápido que de costumbre de eyectar el morboso pecado.
Ya pueden imaginar la próxima inspección. En esta, la visita no sucedió, y se espaciaron mientras ella, para su barrio, cada domingo visitaba aquella cárcel (dejando sus huellas de camión en el camino) cuyo nombre vivía en el aire. "El aro del ángel".
Para Arturo, ya no ser carne fresca, no lo alejaba de lo que había comenzado a disfrutar con el bello de las rejas, quien a demás, al parecer no solo aprovechaba las rendijas del magro cuarto de visitas para excitarse con el vaivén y las sonrisas de Isabel, sino con la contundente membrecía del preso 1277.
Pero llego el día de la casi no esperada libertad. Ningún miembro del matrimonio sabía sobre el eje que giraban sus entrepiernas.
A Isabel le costó trabajo recoger a Arturo esa tarde y le salvó esconder la sonrisa y mirar a la cara a su esposo el trozo de tela que casi le cubría el rostro tapándose del grueso primer aguacero de Mayo.
Algunas sonrisas pálidas y un silencio entre los dos fue interrumpido por el chofer quien llenó de preguntas impertinentes a la pareja que respondían ansiosamente como si les salvara la vida y la vergüenza de tener que vaciar el alma; aunque inevitablemente llegaría el momento de estar solos.
-¡Al fin en casa!! Exclamó Arturo con voz incolora soltando su flaca mochila sobre el mismo sillón que disfrutaba años atrás en el portal, ahora en medio de la salita del apartamento.
Isabel se le abalanzó abrazándole y llorando.
- ¿Qué pasa Isabel? ¿Está todo bien?
No había terminado la pregunta cuando se arrepintió de hacerla. Ella se despegó bruscamente fingiendo extrañeza, al darse cuenta que la pregunta debiera haber sido una expresión igualmente hipócrita de algo así como: “ ¡Al fin, todo termino!”
- ¡Disculpa!
- ¿Ya vas a empezar a dudar?
- No perdóname es que…
Quince minutos después y aunque ambos hacían su mejor esfuerzo; ella por imaginarse aquella rendija por donde Osvaldo rascabuchaba y el por imaginarse al fornido mira hueco hundiéndole la espada hasta la garganta.
Un mutuo empujón casi asqueante les separó. Isabel seca como el Sahara y él muerto como un diario enrollado y mojado.
Arturo fue el primero en hablar y no escatimó en detalles mientras contaba su historia. Ella derramaba una lágrima y media.
Luego Isabel sinceró su relato con no menos detalles. El dolor y la vergüenza se esfumaron cuando la tercera y común entidad fue rebelada.
El asombro de ambas sonrisas y el flujo del pecaminoso acuerdo cayó al suelo tres horas después, cuando el oficial, ahora de seguimiento, tocó la puerta del apartamento.
Vampi