• Sabías que puedes registrarte o ingresar a tu cuenta directamente desde facebook con el botón de facebook en la parte superior de la página?

El Redactor

Jorge Luis Alava

Miembro Conocido
El Redactor
Jorge L. Álava


Se apareció, como desde hace ya varios años, el invierno de manera retrasada, desajustando las demás estaciones y pronósticos, obligando a Álvarez identificarse con otros vientos y otros climas, como suplicando que la atmósfera sea más prudente y halagadora que la imaginada despedida de ese día en la oficina.

Procuró levantarse en la madrugada para llegar a tiempo —pero también ese día era el plan— y lo hizo malhumorado con el ruido del despertador apuntando las cuatro y media. La avería del motor en el auto, hizo que la obligación valiera de alba y autobús.
Después de la ducha, se vistió mientras escuchaba en la radio la frecuencia de los pasillos. Se arregló formal, de rayas y de negro. En la mesa, de salida, bebió un cuarto de vaso de whisky rancio y barato, suficiente para asentarle el estómago durante el trayecto que le tocaría dentro de la neblina.
En el cajón de la mesa de pino desgastada, debajo de las cajas de cigarrillos (tomó una llevándola al maletín), estaban, coleccionándose varias noticias, unos recortes de periódicos de años anteriores, amarillentos y prensados con un clip.
Tomó la avenida de las caras de piedras, viró, atravesando el puente, la casa de las flores y dos calles más, antes de cruzar el puesto aún cerrado de revistas, donde hizo la seña. Se hizo el gesto antes de percatarse que el enviado era otro del grupo, el mismo que era delgado y blanco y que posaba debajo de un poste de luz en la otra vereda.
-¿Alguien lo siguió?
-No.
-Ya están arregladas. Solo publíquelas con la noticia.
-Entonces mañana.
-Sí. Lo suyo está adentro.

Precautelaron el compromiso con una mirada por encima de los hombros de cada uno, que les confirmó lo que todos sabemos: a esas horas nadie ve porque casi nadie anda. Excepto la Cannon con zoom, en el ámbito aún oscuro, desde el Chévrolet a dos cuadras.
De ida en el bus, por la avenida del puente, mientras se acomodaba el perfil derecho al mercurio de las luces de los postes, pensaba —en medio del trayecto largo— evocando las ventajas que tienen siempre las malas compañías frente al absurdo de los puritanos, que olvidan que el pecado siempre está hasta cuando no se lo nombra. Lo que iba componiendo, tomaba las tonalidades menos consientes, para sentirse menos angustiado de la vida y el tiempo limpios que le habían sido dados hasta antes del trato. Sabía que la solución era solo la respuesta, una noticia, el pago y el final, y lo más difícil e inesperado para él fue la fatal conclusión, pero también lo estaba siendo la certidumbre de que con el Coronel Ricaurte tendría una protección y una razón más de peso: colaboraba con la policía y la capital, en cambio la otra parte resultaba en un beneficio o en un fracaso de su carrera y su vida restante.
Para los últimos kilómetros, se recompuso con hastío de su trama mental y lo hizo con inutilidad, porque volvió la imagen continua de Cecilia y el inicio de su desgracia: la eventual pero a la vez perpetua, oscura y manipuladora Ceci; madre de su involucración. Y se remontó al cuarto, en la noche sobre su sudor y su bestia feroz, cuando en el reposo ella le habló del supuesto tipo, de los contactos, de cómo inició ella en eso. Lo contagió al grado de darle una prueba de confianza, de autenticidad de sus palabras: le mostró las fotos en su cámara: Él y ella en Venezuela, en Bogotá, en Huaquillas, hasta en una fábrica cerrada de Sao Paulo, con varios, con diferentes, con cierto Manuel “El barba”. Álvarez, le fingió que creía que era cierto y a la vez molesto hablar de eso en el acto. Quería recomenzarla en prólogo y programa, sobándola en los contornos, tratando como de llevarla por el camino de su cuerpo masculino y experimentado, haciendo partícipe del goce propio a sus ajustadas formas desnudas, que correspondían en aciertos a placer y péndulo. Si no más, la exasperaba variando siempre el método de la caricia, pero nunca el contenido filosófico de los besos, del cuerpo, de la física y la sexología, del movimiento en sí. Para ella el placer le estaba dejando trunco el propósito y no demoró la mueca y la queja sin sentido para él. Se lo dijo para que reaccione de la imagen carnal que le había impuesto como cebo; también ella tenía intereses y era el de convencerlo para la redacción. Él, en un esfuerzo memorístico, alcanzó, el recuerdo como eco, de las palabras «trabajo» y «noticia» a lo que le dijo que colaboraría. Para ser cauta se necesitaba de Mata Hari, de Lucy Liu en Ángeles de Charlie, de sigilosos instintos de actriz y amante, de espía con procedencia, para recurrir a la manera exacta y psicológica de promoverle una conducta, sin utilizar los procedimientos vulgares. Ella tenía eso, ella sabía que los trabajos más comprometidos debían hacerlos las cabezas de los grupos y más aún si eran inteligentes en el empleo de todo con lo que había nacido.
En la cuarta entrevista, Ella le planeó el encuentro en un parque a las seis de la tarde. Vigilado, en la distancia, el supuesto jefe caminó apenas unos pasos hasta la banca más cercana a la calle. Lo saludó con las felicitaciones por los editoriales y su admiración por la escritura clara y neutral en el trabajo. Le comentó lo necesario que debía hacer por el negocio y de la importancia de esa redacción confiada, porque las imágenes que le estaba mostrando, tenían un respaldo policial corrupto, sin embargo les faltaban unas que debían ellos mismos revelar en el transcurso de la semana. Los rectángulos fotográficos en diferentes ángulos: hombres y mujeres bocabajo con golpes coagulados, unos encapuchados hallando las evidencias de los cuerpos vertiendo sangre en los montes de cualquier vega. Se tenía que hacer creer que en el choque de bandas todo había quedado en la muerte, incluso, la contabilidad de las deudas y los pedidos del oficio.
Al final de la reunión, cerca de la noche, en la esquina diagonal a la conversación, estaban de civiles en una mesa varias mujeres y hombres bebiendo, sin descuidarse de reojo del cierre del pacto, de la retirada de todos; y mientras se alejaba el auto blanco con los hombres y el supuesto jefe, después de la charla, la Ceci caminaba junto a él hasta el auto en la esquina. Álvarez, cuando vio prendido el bar, la dejó subida y en espera del regreso con los tabacos y las cervezas. Cuando pidió la cajetilla se le acercó una de las mujeres de la mesa insinuando un movimiento amistoso y pausado, le estiró la mejilla para el beso en la cara a la vez que la mano le depositaba un papel con un número de teléfono y una frase que decía: « No colabores en eso. Llamar».
-¿Quién era?
-Del colegio. Una reunión. —Trató de fingir que era del Nacional y que ellos eran del grupo de curso.
-¿Y el papel?
-Un número para el reencuentro.

El manuscrito fue abierto en la mañana del día siguiente cuando ella salió primero de la casa y él se quedó haciéndole creer que dormía tendido en ronquidos matinales y aparentando espesura de aliento en cuerpo holgado de trabajo, o de día libre porque le tocó.

Llamó. Quiso esquivar la sentencia del que hablaba apuntando en otras direcciones, otros nombres, pero el Coronel sugirió a la conversación una alternativa:
-Debe estar confundiendo un poco las cosas.
-Hay candidatos y necesitamos esas fotos que nos ayudarán. Veamos, le propongo que se nos una en la investigación y queda libre de acusación y de las pruebas que tenemos.
-Si fuera así. ¿Lo que me dice es legal?
-En parte, y el resto…recuerde que habla conmigo.
-Que garantías tengo.
-Ud. solo cumpla y nosotros encontramos culpables y protecciones. Tenemos algunas conversaciones intervenidas y queremos ponerles cuerpos a las voces; comparación, análisis, procedimientos de acá; un sistema de reconocimiento. Pero las queremos intactas. Ah y no publique lo que le piden; que sabemos qué es.
La confirmación de la colaboración significaba excusarse con algo justificable para no dar notoriedad en los encuentros con la rubia. De ahí en adelante, canceló las visitas de Ceci con algún pretexto de trabajo o de cansancio. Ella, con guión en mente, supo formular las hipótesis más fáciles de desmentir para él, quiso que sobresaliera el drama a la indiferencia que en verdad le provocaba la separación; le regaló un suspiro y una cara triste de casting. Sabía que lo había conseguido y el viejo no importaba, menos aún las noches asquientas en la que se tenía que tragar su saliva y saberse diestra en el teatro de viejas fijaciones eróticas conservadas aún para el embuste y los favores.
Para los siguientes días Álvarez se halló inquieto, irritable y sometido a una angustia que provenía del temor latente por lo que sabía que era incierto: nada se sabe de lo que pueda ocurrir, solo se conjetura bien para la felicidad o para la tortura; y el problema estaba en que reconocía falsamente que todo esto provenía del acto de prostitución de su palabra, de esa inmundicia moral que dio por convertirse en un atolladero infranqueable.
En esas fechas todo mundo, que lo conocía, atribuía el estado de ánimo a las últimas visitas a su oficina y el inicio de los recuerdos en el periódico. Llegaba con medias sonrisas, pasivo de habla, inconsciente a las preguntas de alguno; inalterable de rostro; con frases cortas por cualquier comentario que se dignara a escuchar.
Cuarenta y cinco horas antes de la jubilación, se hallaba acostado mirando a otros lados menos a la cobardía, que le impedía contestar las llamadas y renunciar a ambas cosas, o tal ves no era falta de valentía, sino una ausencia de impulsos, algo que bien podía interpretarse como una resignada desesperación muda.
En ese día, el mismo en el que se juntaban los pactos, la traición, las mentiras y todos los temores, se levantó como de costumbre, temprano, salió de su casa tomando las calles que el mismo se sugería tomar; reconoció al tipo y a la seña de lejos, que significaba la entrega del paquete con fotos. Subió y sentado en el bus de ambiente todavía oscuro, recordaba a modo de arrepentimiento, en el cómo y en el por qué de su error que le estaba demacrando los primeros años de su vejez. Cuando dejó de rememorar, porque escuchó la parada, timbró.
Pasó por alto la costumbre de quedarse una cuadra antes del periódico para fumarse debajo del árbol ralo y largo, el humo de un Marlboro predispuesto en la maleta. El bus lo dejó por el lado derecho de la garita. Subió a la vereda con dos pasos nerviosos.
Una vez dentro examinó como quería las fotos que sabía que tenía que publicar —pero su misión llegaba hasta antes de todo lo que no debía hacer— o de lo contrario entregarlas todas, sin retoques, sin retención de alguna. Ahora, una cosa era colaborar con los agentes y otra, estar entregado al lado contrario; colaborar con ellos o desaparecer por las manos de ellos. La edición tenía que cerrarse con otros reportes que no dieran a notar las operaciones de cacería.
-¿Las tiene?
-Sí.
-Bueno, gracias por su colaboración. Es obvio que no tiene que publicar nada. Llegará uno de civil a recoger el sobre y darle su parte. Buen día.
Las fotos que envió con el incógnito policía fueron solo las de tomas inferiores o las totalmente inidentificables: de muslos y botas junto al cadáver o recogiendo evidencias de espaldas, lo que suscitó en el Cnel. Ricaurte un desajuste en la operación.
Álvarez sabía que desde ese momento estaba dejando el campo seguro, ya había dicho lo que tenia que decir a través de tantas llamadas en la semana; esa era la última que le contestó. Por otro lado el Coronel tenía que replantear y añadir uno más para investigaciones y culpas, porque sabía que en el envío faltaron otras, y lo ratificó el día en que leyó El Rotativo, ahí salieron las elegidas que, en examen, se llegó a saber que fueron arregladas; esas eran tomadas desde otras perspectivas. El no envió esas.
Así que el redactor se prestó para lo falso. La elaboración y las correcciones que hizo del crimen, fueron de una literatura mitológica. Irreconocible el asunto. Se podía leer veraz y no saber de dudas, de omisiones o complicidad. Por otro lado era casi una seguridad decir que el lector tendría una paz brusca, lo que permitía ocultar la mentira.
Después del último vaso que quiso del festejo, un poco antes de empezar a imprimir su última noticia, le dijo a Ricardo que no se olvidara del artículo, que podía poner su última firma, total nadie sabría del retiro del periódico sino hasta dos días después, en la página completa que le agradecería «por sus servicios a la labor de comunicador comprometido con la verdad, la ciudad y el país». Así salió esa plana y así la leyó y guardó.
En el recorrido de regreso a pie en la noche, lejos y para siempre de su despacho, por la soledad de las calles y de él mismo, en esos pasos fríos del suelo mojado por la precipitación, se llevó el tabaco a la boca reflexionando absurdamente en el pago, en el López de la madrugada y la noticia: en todo, pero terminó ocupándole los nervios la idea de no darse el cambio de facciones por la cirugía y la incógnita permanencia del grupo en la selva oeste. López le juró que su patrón ya estaba oculto, lo que le iba a facilitar el argumento y su tranquilidad.
Al día siguiente hubo la buena y mentirosa nueva, también la velación de varias cajas cerrada, cuyos cuerpos, dos forenses involucrados, inventaron como muertos. Luego una llamada que Álvarez sabía de quien era y no contestó; ya no era parte de la operación y la publicación lo hacía participe. Cambió de chip.
En la mañana del sábado, Álvarez caminó sin apuro a la librería donde le esperaba en tapa flexible el Blanco Nocturno con la historia de las Belladona en la letra minúscula del argentino. En estas elecciones literarias se encargaba él mismo de invertir tiempo en autores y novelas, discutiendo de tramas y prestigios con el dueño del negocio porque dependía en las horas libres de un libro o una acompañante siempre eventual y diferente; los que las veíamos entrar (en el antiguo barrio, cuando aún no tenía a Ceci), no sabíamos si eran ganadas por las copas y el verbo en algún bar; si el prestigio de las columnas dominicales le daba para una mujer cada dos días, o si las proporcionadas eran todas putas . Lo cierto es que cualquiera de las formas de conquista le alargaba la compañía toda la noche. Pero en esos días, para no tener que salir, ya solo leía en su cuarto.
La semana del 20 de diciembre del 2004 apareció un informe en el periódico (yo, en lo personal, lo leí y creí incluso que se trataba bien el caso, hasta aplaudí el suceso. Qué iba a pensar que mientras despachaba unos tomos, después de unos días mi mayor lector, ya no podría venir más) que en fragmento decía que «las investigaciones arrojaban luz sobre nuevos hechos desconocidos como la participación de uniformados en este nuevo episodio del narco-lavado en el país».
-Mira, están en indagaciones, ¿sabes lo que significa?
-Tranquilo que lo más probable es que no salga nada. No tienen pruebas.
Lo sintió falso, se sintió peligroso y en peligro, dentro de un asunto al que hubiese preferido domarse antes de aceptarlo. Hubo un silencio en la línea. Una resolución también que tenía que llevarlo por el rincón de la misantropía, del aislamiento, porque hasta estaba olvidando que la búsqueda de redención es solo un ingenio de la conciencia primitiva que nos hace creer que todo error puede ser estimado por la acción para el perdón.
Él sabía que la probabilidad y la oportunidad de las cosas buenas llegan con los mismos números y la misma casualidad con que llega el horror y las muertes; todo era para él lo mismo solo que disfrazado, cuando convenía, de una falsa cortesía.
Así es que se tuvo que mudar a los pueblos de las playas de la ciudad más grande del norte. Le ofrecieron las llaves del tercer piso del edificio roído; el aceptó con las cosas que le permitió llevar el auto.
Salía siempre con los abrigos anchos y las gorras chatas. Hacía las compras en el supermercado de la esquina para no utilizar el Mazda verde en más distancia. Ya no leía noticias, solo las miraba por el televisor recostado a la cama de madera, pendiente de una mala nueva, de alguna presentación de pruebas, del pronunciamiento mismo de su nombre en un titular de narco, que fuera hablado en cualquier canal.
***​

Suponemos que al tiempo que le resultó insoportable, la claridad insultante de la mañana por la ventana y el ruido de la puerta, se levantó a abrir. Se le encogía el cuerpo por el contacto con el suelo, tenía culpa la frescura del viento que se había escurrido, por el tragaluz que había quedado abierto. Un ojo se le achicaba, mientras desperdiciaba la voz para preguntar quién.
En silencio, impasible y terso, con flecos de barba y cabello largo lo saludó en la entrada. Le estiró el paquete amarillo sonriéndole la mitad de la boca. Los gendarmes lo enviaron desde la calle Polonia que apenas quedaba dos cuadras atrás.
-¿Lo faltante?
Albert Gring asentó y dijo
- Pero nos cazaron y vienen para acá. Tienen un carro abajo.
Cuando cerró, miró el paquete volteándolo: «Salga con las manos en alto».
Desde la ventana alta, aclarando la vista, moviendo las cortinas, vio a dos agentes volviendo de la anterior cuadra con el gringo agarrado.
Se dejó llevar por la desesperación; le falló la edad y la izquierda en el marco antes del salto; lo hizo mal, queriendo caer bien, sin embargo el impacto fatal sobre el techo de la casita de alado, solo supo de un peso caliente que lo hundió en pleno desayuno de la familia Guzmán.
 
El Redactor
Jorge L. Álava


Se apareció, como desde hace ya varios años, el invierno de manera retrasada, desajustando las demás estaciones y pronósticos, obligando a Álvarez identificarse con otros vientos y otros climas, como suplicando que la atmósfera sea más prudente y halagadora que la imaginada despedida de ese día en la oficina.

Procuró levantarse en la madrugada para llegar a tiempo —pero también ese día era el plan— y lo hizo malhumorado con el ruido del despertador apuntando las cuatro y media. La avería del motor en el auto, hizo que la obligación valiera de alba y autobús.
Después de la ducha, se vistió mientras escuchaba en la radio la frecuencia de los pasillos. Se arregló formal, de rayas y de negro. En la mesa, de salida, bebió un cuarto de vaso de whisky rancio y barato, suficiente para asentarle el estómago durante el trayecto que le tocaría dentro de la neblina.
En el cajón de la mesa de pino desgastada, debajo de las cajas de cigarrillos (tomó una llevándola al maletín), estaban, coleccionándose varias noticias, unos recortes de periódicos de años anteriores, amarillentos y prensados con un clip.
Tomó la avenida de las caras de piedras, viró, atravesando el puente, la casa de las flores y dos calles más, antes de cruzar el puesto aún cerrado de revistas, donde hizo la seña. Se hizo el gesto antes de percatarse que el enviado era otro del grupo, el mismo que era delgado y blanco y que posaba debajo de un poste de luz en la otra vereda.
-¿Alguien lo siguió?
-No.
-Ya están arregladas. Solo publíquelas con la noticia.
-Entonces mañana.
-Sí. Lo suyo está adentro.

Precautelaron el compromiso con una mirada por encima de los hombros de cada uno, que les confirmó lo que todos sabemos: a esas horas nadie ve porque casi nadie anda. Excepto la Cannon con zoom, en el ámbito aún oscuro, desde el Chévrolet a dos cuadras.
De ida en el bus, por la avenida del puente, mientras se acomodaba el perfil derecho al mercurio de las luces de los postes, pensaba —en medio del trayecto largo— evocando las ventajas que tienen siempre las malas compañías frente al absurdo de los puritanos, que olvidan que el pecado siempre está hasta cuando no se lo nombra. Lo que iba componiendo, tomaba las tonalidades menos consientes, para sentirse menos angustiado de la vida y el tiempo limpios que le habían sido dados hasta antes del trato. Sabía que la solución era solo la respuesta, una noticia, el pago y el final, y lo más difícil e inesperado para él fue la fatal conclusión, pero también lo estaba siendo la certidumbre de que con el Coronel Ricaurte tendría una protección y una razón más de peso: colaboraba con la policía y la capital, en cambio la otra parte resultaba en un beneficio o en un fracaso de su carrera y su vida restante.
Para los últimos kilómetros, se recompuso con hastío de su trama mental y lo hizo con inutilidad, porque volvió la imagen continua de Cecilia y el inicio de su desgracia: la eventual pero a la vez perpetua, oscura y manipuladora Ceci; madre de su involucración. Y se remontó al cuarto, en la noche sobre su sudor y su bestia feroz, cuando en el reposo ella le habló del supuesto tipo, de los contactos, de cómo inició ella en eso. Lo contagió al grado de darle una prueba de confianza, de autenticidad de sus palabras: le mostró las fotos en su cámara: Él y ella en Venezuela, en Bogotá, en Huaquillas, hasta en una fábrica cerrada de Sao Paulo, con varios, con diferentes, con cierto Manuel “El barba”. Álvarez, le fingió que creía que era cierto y a la vez molesto hablar de eso en el acto. Quería recomenzarla en prólogo y programa, sobándola en los contornos, tratando como de llevarla por el camino de su cuerpo masculino y experimentado, haciendo partícipe del goce propio a sus ajustadas formas desnudas, que correspondían en aciertos a placer y péndulo. Si no más, la exasperaba variando siempre el método de la caricia, pero nunca el contenido filosófico de los besos, del cuerpo, de la física y la sexología, del movimiento en sí. Para ella el placer le estaba dejando trunco el propósito y no demoró la mueca y la queja sin sentido para él. Se lo dijo para que reaccione de la imagen carnal que le había impuesto como cebo; también ella tenía intereses y era el de convencerlo para la redacción. Él, en un esfuerzo memorístico, alcanzó, el recuerdo como eco, de las palabras «trabajo» y «noticia» a lo que le dijo que colaboraría. Para ser cauta se necesitaba de Mata Hari, de Lucy Liu en Ángeles de Charlie, de sigilosos instintos de actriz y amante, de espía con procedencia, para recurrir a la manera exacta y psicológica de promoverle una conducta, sin utilizar los procedimientos vulgares. Ella tenía eso, ella sabía que los trabajos más comprometidos debían hacerlos las cabezas de los grupos y más aún si eran inteligentes en el empleo de todo con lo que había nacido.
En la cuarta entrevista, Ella le planeó el encuentro en un parque a las seis de la tarde. Vigilado, en la distancia, el supuesto jefe caminó apenas unos pasos hasta la banca más cercana a la calle. Lo saludó con las felicitaciones por los editoriales y su admiración por la escritura clara y neutral en el trabajo. Le comentó lo necesario que debía hacer por el negocio y de la importancia de esa redacción confiada, porque las imágenes que le estaba mostrando, tenían un respaldo policial corrupto, sin embargo les faltaban unas que debían ellos mismos revelar en el transcurso de la semana. Los rectángulos fotográficos en diferentes ángulos: hombres y mujeres bocabajo con golpes coagulados, unos encapuchados hallando las evidencias de los cuerpos vertiendo sangre en los montes de cualquier vega. Se tenía que hacer creer que en el choque de bandas todo había quedado en la muerte, incluso, la contabilidad de las deudas y los pedidos del oficio.
Al final de la reunión, cerca de la noche, en la esquina diagonal a la conversación, estaban de civiles en una mesa varias mujeres y hombres bebiendo, sin descuidarse de reojo del cierre del pacto, de la retirada de todos; y mientras se alejaba el auto blanco con los hombres y el supuesto jefe, después de la charla, la Ceci caminaba junto a él hasta el auto en la esquina. Álvarez, cuando vio prendido el bar, la dejó subida y en espera del regreso con los tabacos y las cervezas. Cuando pidió la cajetilla se le acercó una de las mujeres de la mesa insinuando un movimiento amistoso y pausado, le estiró la mejilla para el beso en la cara a la vez que la mano le depositaba un papel con un número de teléfono y una frase que decía: « No colabores en eso. Llamar».
-¿Quién era?
-Del colegio. Una reunión. —Trató de fingir que era del Nacional y que ellos eran del grupo de curso.
-¿Y el papel?
-Un número para el reencuentro.

El manuscrito fue abierto en la mañana del día siguiente cuando ella salió primero de la casa y él se quedó haciéndole creer que dormía tendido en ronquidos matinales y aparentando espesura de aliento en cuerpo holgado de trabajo, o de día libre porque le tocó.

Llamó. Quiso esquivar la sentencia del que hablaba apuntando en otras direcciones, otros nombres, pero el Coronel sugirió a la conversación una alternativa:
-Debe estar confundiendo un poco las cosas.
-Hay candidatos y necesitamos esas fotos que nos ayudarán. Veamos, le propongo que se nos una en la investigación y queda libre de acusación y de las pruebas que tenemos.
-Si fuera así. ¿Lo que me dice es legal?
-En parte, y el resto…recuerde que habla conmigo.
-Que garantías tengo.
-Ud. solo cumpla y nosotros encontramos culpables y protecciones. Tenemos algunas conversaciones intervenidas y queremos ponerles cuerpos a las voces; comparación, análisis, procedimientos de acá; un sistema de reconocimiento. Pero las queremos intactas. Ah y no publique lo que le piden; que sabemos qué es.
La confirmación de la colaboración significaba excusarse con algo justificable para no dar notoriedad en los encuentros con la rubia. De ahí en adelante, canceló las visitas de Ceci con algún pretexto de trabajo o de cansancio. Ella, con guión en mente, supo formular las hipótesis más fáciles de desmentir para él, quiso que sobresaliera el drama a la indiferencia que en verdad le provocaba la separación; le regaló un suspiro y una cara triste de casting. Sabía que lo había conseguido y el viejo no importaba, menos aún las noches asquientas en la que se tenía que tragar su saliva y saberse diestra en el teatro de viejas fijaciones eróticas conservadas aún para el embuste y los favores.
Para los siguientes días Álvarez se halló inquieto, irritable y sometido a una angustia que provenía del temor latente por lo que sabía que era incierto: nada se sabe de lo que pueda ocurrir, solo se conjetura bien para la felicidad o para la tortura; y el problema estaba en que reconocía falsamente que todo esto provenía del acto de prostitución de su palabra, de esa inmundicia moral que dio por convertirse en un atolladero infranqueable.
En esas fechas todo mundo, que lo conocía, atribuía el estado de ánimo a las últimas visitas a su oficina y el inicio de los recuerdos en el periódico. Llegaba con medias sonrisas, pasivo de habla, inconsciente a las preguntas de alguno; inalterable de rostro; con frases cortas por cualquier comentario que se dignara a escuchar.
Cuarenta y cinco horas antes de la jubilación, se hallaba acostado mirando a otros lados menos a la cobardía, que le impedía contestar las llamadas y renunciar a ambas cosas, o tal ves no era falta de valentía, sino una ausencia de impulsos, algo que bien podía interpretarse como una resignada desesperación muda.
En ese día, el mismo en el que se juntaban los pactos, la traición, las mentiras y todos los temores, se levantó como de costumbre, temprano, salió de su casa tomando las calles que el mismo se sugería tomar; reconoció al tipo y a la seña de lejos, que significaba la entrega del paquete con fotos. Subió y sentado en el bus de ambiente todavía oscuro, recordaba a modo de arrepentimiento, en el cómo y en el por qué de su error que le estaba demacrando los primeros años de su vejez. Cuando dejó de rememorar, porque escuchó la parada, timbró.
Pasó por alto la costumbre de quedarse una cuadra antes del periódico para fumarse debajo del árbol ralo y largo, el humo de un Marlboro predispuesto en la maleta. El bus lo dejó por el lado derecho de la garita. Subió a la vereda con dos pasos nerviosos.
Una vez dentro examinó como quería las fotos que sabía que tenía que publicar —pero su misión llegaba hasta antes de todo lo que no debía hacer— o de lo contrario entregarlas todas, sin retoques, sin retención de alguna. Ahora, una cosa era colaborar con los agentes y otra, estar entregado al lado contrario; colaborar con ellos o desaparecer por las manos de ellos. La edición tenía que cerrarse con otros reportes que no dieran a notar las operaciones de cacería.
-¿Las tiene?
-Sí.
-Bueno, gracias por su colaboración. Es obvio que no tiene que publicar nada. Llegará uno de civil a recoger el sobre y darle su parte. Buen día.
Las fotos que envió con el incógnito policía fueron solo las de tomas inferiores o las totalmente inidentificables: de muslos y botas junto al cadáver o recogiendo evidencias de espaldas, lo que suscitó en el Cnel. Ricaurte un desajuste en la operación.
Álvarez sabía que desde ese momento estaba dejando el campo seguro, ya había dicho lo que tenia que decir a través de tantas llamadas en la semana; esa era la última que le contestó. Por otro lado el Coronel tenía que replantear y añadir uno más para investigaciones y culpas, porque sabía que en el envío faltaron otras, y lo ratificó el día en que leyó El Rotativo, ahí salieron las elegidas que, en examen, se llegó a saber que fueron arregladas; esas eran tomadas desde otras perspectivas. El no envió esas.
Así que el redactor se prestó para lo falso. La elaboración y las correcciones que hizo del crimen, fueron de una literatura mitológica. Irreconocible el asunto. Se podía leer veraz y no saber de dudas, de omisiones o complicidad. Por otro lado era casi una seguridad decir que el lector tendría una paz brusca, lo que permitía ocultar la mentira.
Después del último vaso que quiso del festejo, un poco antes de empezar a imprimir su última noticia, le dijo a Ricardo que no se olvidara del artículo, que podía poner su última firma, total nadie sabría del retiro del periódico sino hasta dos días después, en la página completa que le agradecería «por sus servicios a la labor de comunicador comprometido con la verdad, la ciudad y el país». Así salió esa plana y así la leyó y guardó.
En el recorrido de regreso a pie en la noche, lejos y para siempre de su despacho, por la soledad de las calles y de él mismo, en esos pasos fríos del suelo mojado por la precipitación, se llevó el tabaco a la boca reflexionando absurdamente en el pago, en el López de la madrugada y la noticia: en todo, pero terminó ocupándole los nervios la idea de no darse el cambio de facciones por la cirugía y la incógnita permanencia del grupo en la selva oeste. López le juró que su patrón ya estaba oculto, lo que le iba a facilitar el argumento y su tranquilidad.
Al día siguiente hubo la buena y mentirosa nueva, también la velación de varias cajas cerrada, cuyos cuerpos, dos forenses involucrados, inventaron como muertos. Luego una llamada que Álvarez sabía de quien era y no contestó; ya no era parte de la operación y la publicación lo hacía participe. Cambió de chip.
En la mañana del sábado, Álvarez caminó sin apuro a la librería donde le esperaba en tapa flexible el Blanco Nocturno con la historia de las Belladona en la letra minúscula del argentino. En estas elecciones literarias se encargaba él mismo de invertir tiempo en autores y novelas, discutiendo de tramas y prestigios con el dueño del negocio porque dependía en las horas libres de un libro o una acompañante siempre eventual y diferente; los que las veíamos entrar (en el antiguo barrio, cuando aún no tenía a Ceci), no sabíamos si eran ganadas por las copas y el verbo en algún bar; si el prestigio de las columnas dominicales le daba para una mujer cada dos días, o si las proporcionadas eran todas putas . Lo cierto es que cualquiera de las formas de conquista le alargaba la compañía toda la noche. Pero en esos días, para no tener que salir, ya solo leía en su cuarto.
La semana del 20 de diciembre del 2004 apareció un informe en el periódico (yo, en lo personal, lo leí y creí incluso que se trataba bien el caso, hasta aplaudí el suceso. Qué iba a pensar que mientras despachaba unos tomos, después de unos días mi mayor lector, ya no podría venir más) que en fragmento decía que «las investigaciones arrojaban luz sobre nuevos hechos desconocidos como la participación de uniformados en este nuevo episodio del narco-lavado en el país».
-Mira, están en indagaciones, ¿sabes lo que significa?
-Tranquilo que lo más probable es que no salga nada. No tienen pruebas.
Lo sintió falso, se sintió peligroso y en peligro, dentro de un asunto al que hubiese preferido domarse antes de aceptarlo. Hubo un silencio en la línea. Una resolución también que tenía que llevarlo por el rincón de la misantropía, del aislamiento, porque hasta estaba olvidando que la búsqueda de redención es solo un ingenio de la conciencia primitiva que nos hace creer que todo error puede ser estimado por la acción para el perdón.
Él sabía que la probabilidad y la oportunidad de las cosas buenas llegan con los mismos números y la misma casualidad con que llega el horror y las muertes; todo era para él lo mismo solo que disfrazado, cuando convenía, de una falsa cortesía.
Así es que se tuvo que mudar a los pueblos de las playas de la ciudad más grande del norte. Le ofrecieron las llaves del tercer piso del edificio roído; el aceptó con las cosas que le permitió llevar el auto.
Salía siempre con los abrigos anchos y las gorras chatas. Hacía las compras en el supermercado de la esquina para no utilizar el Mazda verde en más distancia. Ya no leía noticias, solo las miraba por el televisor recostado a la cama de madera, pendiente de una mala nueva, de alguna presentación de pruebas, del pronunciamiento mismo de su nombre en un titular de narco, que fuera hablado en cualquier canal.
***​

Suponemos que al tiempo que le resultó insoportable, la claridad insultante de la mañana por la ventana y el ruido de la puerta, se levantó a abrir. Se le encogía el cuerpo por el contacto con el suelo, tenía culpa la frescura del viento que se había escurrido, por el tragaluz que había quedado abierto. Un ojo se le achicaba, mientras desperdiciaba la voz para preguntar quién.
En silencio, impasible y terso, con flecos de barba y cabello largo lo saludó en la entrada. Le estiró el paquete amarillo sonriéndole la mitad de la boca. Los gendarmes lo enviaron desde la calle Polonia que apenas quedaba dos cuadras atrás.
-¿Lo faltante?
Albert Gring asentó y dijo
- Pero nos cazaron y vienen para acá. Tienen un carro abajo.
Cuando cerró, miró el paquete volteándolo: «Salga con las manos en alto».
Desde la ventana alta, aclarando la vista, moviendo las cortinas, vio a dos agentes volviendo de la anterior cuadra con el gringo agarrado.
Se dejó llevar por la desesperación; le falló la edad y la izquierda en el marco antes del salto; lo hizo mal, queriendo caer bien, sin embargo el impacto fatal sobre el techo de la casita de alado, solo supo de un peso caliente que lo hundió en pleno desayuno de la familia Guzmán.

Buen relato
con un final
impactante
me ha gustado
de sobremanera
felicidades por tu obra,
un fuerte abrazo.
 

SANDRA BLANCO

Administradora - JURADO
El Redactor
Jorge L. Álava


Se apareció, como desde hace ya varios años, el invierno de manera retrasada, desajustando las demás estaciones y pronósticos, obligando a Álvarez identificarse con otros vientos y otros climas, como suplicando que la atmósfera sea más prudente y halagadora que la imaginada despedida de ese día en la oficina.

Procuró levantarse en la madrugada para llegar a tiempo —pero también ese día era el plan— y lo hizo malhumorado con el ruido del despertador apuntando las cuatro y media. La avería del motor en el auto, hizo que la obligación valiera de alba y autobús.
Después de la ducha, se vistió mientras escuchaba en la radio la frecuencia de los pasillos. Se arregló formal, de rayas y de negro. En la mesa, de salida, bebió un cuarto de vaso de whisky rancio y barato, suficiente para asentarle el estómago durante el trayecto que le tocaría dentro de la neblina.
En el cajón de la mesa de pino desgastada, debajo de las cajas de cigarrillos (tomó una llevándola al maletín), estaban, coleccionándose varias noticias, unos recortes de periódicos de años anteriores, amarillentos y prensados con un clip.
Tomó la avenida de las caras de piedras, viró, atravesando el puente, la casa de las flores y dos calles más, antes de cruzar el puesto aún cerrado de revistas, donde hizo la seña. Se hizo el gesto antes de percatarse que el enviado era otro del grupo, el mismo que era delgado y blanco y que posaba debajo de un poste de luz en la otra vereda.
-¿Alguien lo siguió?
-No.
-Ya están arregladas. Solo publíquelas con la noticia.
-Entonces mañana.
-Sí. Lo suyo está adentro.

Precautelaron el compromiso con una mirada por encima de los hombros de cada uno, que les confirmó lo que todos sabemos: a esas horas nadie ve porque casi nadie anda. Excepto la Cannon con zoom, en el ámbito aún oscuro, desde el Chévrolet a dos cuadras.
De ida en el bus, por la avenida del puente, mientras se acomodaba el perfil derecho al mercurio de las luces de los postes, pensaba —en medio del trayecto largo— evocando las ventajas que tienen siempre las malas compañías frente al absurdo de los puritanos, que olvidan que el pecado siempre está hasta cuando no se lo nombra. Lo que iba componiendo, tomaba las tonalidades menos consientes, para sentirse menos angustiado de la vida y el tiempo limpios que le habían sido dados hasta antes del trato. Sabía que la solución era solo la respuesta, una noticia, el pago y el final, y lo más difícil e inesperado para él fue la fatal conclusión, pero también lo estaba siendo la certidumbre de que con el Coronel Ricaurte tendría una protección y una razón más de peso: colaboraba con la policía y la capital, en cambio la otra parte resultaba en un beneficio o en un fracaso de su carrera y su vida restante.
Para los últimos kilómetros, se recompuso con hastío de su trama mental y lo hizo con inutilidad, porque volvió la imagen continua de Cecilia y el inicio de su desgracia: la eventual pero a la vez perpetua, oscura y manipuladora Ceci; madre de su involucración. Y se remontó al cuarto, en la noche sobre su sudor y su bestia feroz, cuando en el reposo ella le habló del supuesto tipo, de los contactos, de cómo inició ella en eso. Lo contagió al grado de darle una prueba de confianza, de autenticidad de sus palabras: le mostró las fotos en su cámara: Él y ella en Venezuela, en Bogotá, en Huaquillas, hasta en una fábrica cerrada de Sao Paulo, con varios, con diferentes, con cierto Manuel “El barba”. Álvarez, le fingió que creía que era cierto y a la vez molesto hablar de eso en el acto. Quería recomenzarla en prólogo y programa, sobándola en los contornos, tratando como de llevarla por el camino de su cuerpo masculino y experimentado, haciendo partícipe del goce propio a sus ajustadas formas desnudas, que correspondían en aciertos a placer y péndulo. Si no más, la exasperaba variando siempre el método de la caricia, pero nunca el contenido filosófico de los besos, del cuerpo, de la física y la sexología, del movimiento en sí. Para ella el placer le estaba dejando trunco el propósito y no demoró la mueca y la queja sin sentido para él. Se lo dijo para que reaccione de la imagen carnal que le había impuesto como cebo; también ella tenía intereses y era el de convencerlo para la redacción. Él, en un esfuerzo memorístico, alcanzó, el recuerdo como eco, de las palabras «trabajo» y «noticia» a lo que le dijo que colaboraría. Para ser cauta se necesitaba de Mata Hari, de Lucy Liu en Ángeles de Charlie, de sigilosos instintos de actriz y amante, de espía con procedencia, para recurrir a la manera exacta y psicológica de promoverle una conducta, sin utilizar los procedimientos vulgares. Ella tenía eso, ella sabía que los trabajos más comprometidos debían hacerlos las cabezas de los grupos y más aún si eran inteligentes en el empleo de todo con lo que había nacido.
En la cuarta entrevista, Ella le planeó el encuentro en un parque a las seis de la tarde. Vigilado, en la distancia, el supuesto jefe caminó apenas unos pasos hasta la banca más cercana a la calle. Lo saludó con las felicitaciones por los editoriales y su admiración por la escritura clara y neutral en el trabajo. Le comentó lo necesario que debía hacer por el negocio y de la importancia de esa redacción confiada, porque las imágenes que le estaba mostrando, tenían un respaldo policial corrupto, sin embargo les faltaban unas que debían ellos mismos revelar en el transcurso de la semana. Los rectángulos fotográficos en diferentes ángulos: hombres y mujeres bocabajo con golpes coagulados, unos encapuchados hallando las evidencias de los cuerpos vertiendo sangre en los montes de cualquier vega. Se tenía que hacer creer que en el choque de bandas todo había quedado en la muerte, incluso, la contabilidad de las deudas y los pedidos del oficio.
Al final de la reunión, cerca de la noche, en la esquina diagonal a la conversación, estaban de civiles en una mesa varias mujeres y hombres bebiendo, sin descuidarse de reojo del cierre del pacto, de la retirada de todos; y mientras se alejaba el auto blanco con los hombres y el supuesto jefe, después de la charla, la Ceci caminaba junto a él hasta el auto en la esquina. Álvarez, cuando vio prendido el bar, la dejó subida y en espera del regreso con los tabacos y las cervezas. Cuando pidió la cajetilla se le acercó una de las mujeres de la mesa insinuando un movimiento amistoso y pausado, le estiró la mejilla para el beso en la cara a la vez que la mano le depositaba un papel con un número de teléfono y una frase que decía: « No colabores en eso. Llamar».
-¿Quién era?
-Del colegio. Una reunión. —Trató de fingir que era del Nacional y que ellos eran del grupo de curso.
-¿Y el papel?
-Un número para el reencuentro.

El manuscrito fue abierto en la mañana del día siguiente cuando ella salió primero de la casa y él se quedó haciéndole creer que dormía tendido en ronquidos matinales y aparentando espesura de aliento en cuerpo holgado de trabajo, o de día libre porque le tocó.

Llamó. Quiso esquivar la sentencia del que hablaba apuntando en otras direcciones, otros nombres, pero el Coronel sugirió a la conversación una alternativa:
-Debe estar confundiendo un poco las cosas.
-Hay candidatos y necesitamos esas fotos que nos ayudarán. Veamos, le propongo que se nos una en la investigación y queda libre de acusación y de las pruebas que tenemos.
-Si fuera así. ¿Lo que me dice es legal?
-En parte, y el resto…recuerde que habla conmigo.
-Que garantías tengo.
-Ud. solo cumpla y nosotros encontramos culpables y protecciones. Tenemos algunas conversaciones intervenidas y queremos ponerles cuerpos a las voces; comparación, análisis, procedimientos de acá; un sistema de reconocimiento. Pero las queremos intactas. Ah y no publique lo que le piden; que sabemos qué es.
La confirmación de la colaboración significaba excusarse con algo justificable para no dar notoriedad en los encuentros con la rubia. De ahí en adelante, canceló las visitas de Ceci con algún pretexto de trabajo o de cansancio. Ella, con guión en mente, supo formular las hipótesis más fáciles de desmentir para él, quiso que sobresaliera el drama a la indiferencia que en verdad le provocaba la separación; le regaló un suspiro y una cara triste de casting. Sabía que lo había conseguido y el viejo no importaba, menos aún las noches asquientas en la que se tenía que tragar su saliva y saberse diestra en el teatro de viejas fijaciones eróticas conservadas aún para el embuste y los favores.
Para los siguientes días Álvarez se halló inquieto, irritable y sometido a una angustia que provenía del temor latente por lo que sabía que era incierto: nada se sabe de lo que pueda ocurrir, solo se conjetura bien para la felicidad o para la tortura; y el problema estaba en que reconocía falsamente que todo esto provenía del acto de prostitución de su palabra, de esa inmundicia moral que dio por convertirse en un atolladero infranqueable.
En esas fechas todo mundo, que lo conocía, atribuía el estado de ánimo a las últimas visitas a su oficina y el inicio de los recuerdos en el periódico. Llegaba con medias sonrisas, pasivo de habla, inconsciente a las preguntas de alguno; inalterable de rostro; con frases cortas por cualquier comentario que se dignara a escuchar.
Cuarenta y cinco horas antes de la jubilación, se hallaba acostado mirando a otros lados menos a la cobardía, que le impedía contestar las llamadas y renunciar a ambas cosas, o tal ves no era falta de valentía, sino una ausencia de impulsos, algo que bien podía interpretarse como una resignada desesperación muda.
En ese día, el mismo en el que se juntaban los pactos, la traición, las mentiras y todos los temores, se levantó como de costumbre, temprano, salió de su casa tomando las calles que el mismo se sugería tomar; reconoció al tipo y a la seña de lejos, que significaba la entrega del paquete con fotos. Subió y sentado en el bus de ambiente todavía oscuro, recordaba a modo de arrepentimiento, en el cómo y en el por qué de su error que le estaba demacrando los primeros años de su vejez. Cuando dejó de rememorar, porque escuchó la parada, timbró.
Pasó por alto la costumbre de quedarse una cuadra antes del periódico para fumarse debajo del árbol ralo y largo, el humo de un Marlboro predispuesto en la maleta. El bus lo dejó por el lado derecho de la garita. Subió a la vereda con dos pasos nerviosos.
Una vez dentro examinó como quería las fotos que sabía que tenía que publicar —pero su misión llegaba hasta antes de todo lo que no debía hacer— o de lo contrario entregarlas todas, sin retoques, sin retención de alguna. Ahora, una cosa era colaborar con los agentes y otra, estar entregado al lado contrario; colaborar con ellos o desaparecer por las manos de ellos. La edición tenía que cerrarse con otros reportes que no dieran a notar las operaciones de cacería.
-¿Las tiene?
-Sí.
-Bueno, gracias por su colaboración. Es obvio que no tiene que publicar nada. Llegará uno de civil a recoger el sobre y darle su parte. Buen día.
Las fotos que envió con el incógnito policía fueron solo las de tomas inferiores o las totalmente inidentificables: de muslos y botas junto al cadáver o recogiendo evidencias de espaldas, lo que suscitó en el Cnel. Ricaurte un desajuste en la operación.
Álvarez sabía que desde ese momento estaba dejando el campo seguro, ya había dicho lo que tenia que decir a través de tantas llamadas en la semana; esa era la última que le contestó. Por otro lado el Coronel tenía que replantear y añadir uno más para investigaciones y culpas, porque sabía que en el envío faltaron otras, y lo ratificó el día en que leyó El Rotativo, ahí salieron las elegidas que, en examen, se llegó a saber que fueron arregladas; esas eran tomadas desde otras perspectivas. El no envió esas.
Así que el redactor se prestó para lo falso. La elaboración y las correcciones que hizo del crimen, fueron de una literatura mitológica. Irreconocible el asunto. Se podía leer veraz y no saber de dudas, de omisiones o complicidad. Por otro lado era casi una seguridad decir que el lector tendría una paz brusca, lo que permitía ocultar la mentira.
Después del último vaso que quiso del festejo, un poco antes de empezar a imprimir su última noticia, le dijo a Ricardo que no se olvidara del artículo, que podía poner su última firma, total nadie sabría del retiro del periódico sino hasta dos días después, en la página completa que le agradecería «por sus servicios a la labor de comunicador comprometido con la verdad, la ciudad y el país». Así salió esa plana y así la leyó y guardó.
En el recorrido de regreso a pie en la noche, lejos y para siempre de su despacho, por la soledad de las calles y de él mismo, en esos pasos fríos del suelo mojado por la precipitación, se llevó el tabaco a la boca reflexionando absurdamente en el pago, en el López de la madrugada y la noticia: en todo, pero terminó ocupándole los nervios la idea de no darse el cambio de facciones por la cirugía y la incógnita permanencia del grupo en la selva oeste. López le juró que su patrón ya estaba oculto, lo que le iba a facilitar el argumento y su tranquilidad.
Al día siguiente hubo la buena y mentirosa nueva, también la velación de varias cajas cerrada, cuyos cuerpos, dos forenses involucrados, inventaron como muertos. Luego una llamada que Álvarez sabía de quien era y no contestó; ya no era parte de la operación y la publicación lo hacía participe. Cambió de chip.
En la mañana del sábado, Álvarez caminó sin apuro a la librería donde le esperaba en tapa flexible el Blanco Nocturno con la historia de las Belladona en la letra minúscula del argentino. En estas elecciones literarias se encargaba él mismo de invertir tiempo en autores y novelas, discutiendo de tramas y prestigios con el dueño del negocio porque dependía en las horas libres de un libro o una acompañante siempre eventual y diferente; los que las veíamos entrar (en el antiguo barrio, cuando aún no tenía a Ceci), no sabíamos si eran ganadas por las copas y el verbo en algún bar; si el prestigio de las columnas dominicales le daba para una mujer cada dos días, o si las proporcionadas eran todas putas . Lo cierto es que cualquiera de las formas de conquista le alargaba la compañía toda la noche. Pero en esos días, para no tener que salir, ya solo leía en su cuarto.
La semana del 20 de diciembre del 2004 apareció un informe en el periódico (yo, en lo personal, lo leí y creí incluso que se trataba bien el caso, hasta aplaudí el suceso. Qué iba a pensar que mientras despachaba unos tomos, después de unos días mi mayor lector, ya no podría venir más) que en fragmento decía que «las investigaciones arrojaban luz sobre nuevos hechos desconocidos como la participación de uniformados en este nuevo episodio del narco-lavado en el país».
-Mira, están en indagaciones, ¿sabes lo que significa?
-Tranquilo que lo más probable es que no salga nada. No tienen pruebas.
Lo sintió falso, se sintió peligroso y en peligro, dentro de un asunto al que hubiese preferido domarse antes de aceptarlo. Hubo un silencio en la línea. Una resolución también que tenía que llevarlo por el rincón de la misantropía, del aislamiento, porque hasta estaba olvidando que la búsqueda de redención es solo un ingenio de la conciencia primitiva que nos hace creer que todo error puede ser estimado por la acción para el perdón.
Él sabía que la probabilidad y la oportunidad de las cosas buenas llegan con los mismos números y la misma casualidad con que llega el horror y las muertes; todo era para él lo mismo solo que disfrazado, cuando convenía, de una falsa cortesía.
Así es que se tuvo que mudar a los pueblos de las playas de la ciudad más grande del norte. Le ofrecieron las llaves del tercer piso del edificio roído; el aceptó con las cosas que le permitió llevar el auto.
Salía siempre con los abrigos anchos y las gorras chatas. Hacía las compras en el supermercado de la esquina para no utilizar el Mazda verde en más distancia. Ya no leía noticias, solo las miraba por el televisor recostado a la cama de madera, pendiente de una mala nueva, de alguna presentación de pruebas, del pronunciamiento mismo de su nombre en un titular de narco, que fuera hablado en cualquier canal.
***​

Suponemos que al tiempo que le resultó insoportable, la claridad insultante de la mañana por la ventana y el ruido de la puerta, se levantó a abrir. Se le encogía el cuerpo por el contacto con el suelo, tenía culpa la frescura del viento que se había escurrido, por el tragaluz que había quedado abierto. Un ojo se le achicaba, mientras desperdiciaba la voz para preguntar quién.
En silencio, impasible y terso, con flecos de barba y cabello largo lo saludó en la entrada. Le estiró el paquete amarillo sonriéndole la mitad de la boca. Los gendarmes lo enviaron desde la calle Polonia que apenas quedaba dos cuadras atrás.
-¿Lo faltante?
Albert Gring asentó y dijo
- Pero nos cazaron y vienen para acá. Tienen un carro abajo.
Cuando cerró, miró el paquete volteándolo: «Salga con las manos en alto».
Desde la ventana alta, aclarando la vista, moviendo las cortinas, vio a dos agentes volviendo de la anterior cuadra con el gringo agarrado.
Se dejó llevar por la desesperación; le falló la edad y la izquierda en el marco antes del salto; lo hizo mal, queriendo caer bien, sin embargo el impacto fatal sobre el techo de la casita de alado, solo supo de un peso caliente que lo hundió en pleno desayuno de la familia Guzmán.


Una historia muy buena Luis me gusto la trama y como fuiste desarrollando el tema como el redactor se va involucrando en el ilícito hasta tener que dejar todo por el miedo a ser descubierto y el final es impactante en ese intento de escapar de la justicia se encuentra con la muerte,mis felicitaciones un excelente relato que engancha al lector en la trama e invita a seguir leyendo,un beso grande y gracias por compartir.
 

RADIO EN VIVO

Donar

Versos Compartidos en Facebook

Arriba