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Huele a tierra

Yuretzis Garcia

Miembro Activo
Huele a tierra
Miro al abuelo montado en el burro
subir a la hacienda por la montaña con el sudor bajando por su frente,
con los ojos llenos de satisfacción por la excitante jornada.

Todos los días se acuesta con la noche y se levanta con el sol, al canto de un gallo, para sembrar la tierra con las semillas de fe, futuros y esperanzas. Con una tierra fértil de abundantes fragmentos, de letras que conforman Venezuela.

El abuelo, aunque de edad avanzada,
tiene más fuerza que cualquier jovencito del pueblo,
arreando el ganado,
bañando los caballos,
y desenvainando el machete para defenderse de la maleza,
de un llano claroscuro.

Su nombre es conocido por las casas de aquel valle,
conoce el tiempo de la lluvia ante su precipitación y su oído está atento a la danza de la coral, que, desde joven, ha tratado de morder a aquel señor de gran carácter con la voluntad más fuerte que el acero,
que lleva siempre colgando de la cintura,
y con los tobillos más tercos del mundo.

Ama al campo,
le ha dado su vida,
pero, más ama a la abuela,
a la mujer que le dio el vigor de su juventud,
los frutos de un vientre lleno de trigo,
con los labios de casabe,
piel de maíz,
con el pecho de vino,
con las manos de miel,
los ojos de amazonas,
y olor a mango piña.

Y mi abuelo, hombre de familia
fe y bendición, propuso a aquella mujer,
ahora su esposa, que lo honrara llenándole la casa
de ángeles que cantaran tan fuerte, que hicieran salir a la soledad de esas cuatro pareces
por la ventana de cedro,
y convirtieran en hogar, el lugar donde habitaban.


Siempre me decía que la abuela era su gran fortaleza,
que ella trabajaba con la misma intensidad que él tenía.
Que muchas veces se quebrantó delante de ella cuando la sequía azotó el conuco que, con tantos celos, él cuidaba.
Que no se rindió cuando la plaga destruyó aquella cosecha de la hacienda “La gran señora”.

Me decía:
Tu abuela es un macho de mujer,
y cómo olvidar la historia cuando la abuela salvó al venado de morir por la inundación del río,
y de la manera en que hacía las cosas con tanto cuidado, que a pesar de haber tenido doce hijos nunca se le escapaba un detalle.

Ese abuelo, cómo nos contaba toda clase de historias, su tema favorito sin duda alguna, era la abuela. Y ese amor era tan correspondido como el de las flores a la primavera.

Sus ojos, al verla, destilaban tanta ternura, que las estrellas celosas titilaban para llamar su atención.
Pero él no se distraía. Se hallaba perdido en la bondad y la sabiduría de la abuela.




La única que sabía cómo apaciguar el carácter de mil rayos que él tenía.
Le decía: Pancho, tranquilo viejo, no me explico cómo, hasta molesto, sigues teniendo los ojos de caballo purasangre que domina al viento.
Y él, al oír tal piropo, escondía un rostro más rojo que el tomate más fresco del conuco.

La abuela también sabía cómo hacerlo reaccionar, con un simple: Luis Francisco García, el señor inmediatamente escuchaba. Yo no entendía el misterio, ese misterio de pronunciar el nombre completo.

Después de muchos años, murió la abuela.
Le dijo al viejo que llegó al mundo para aprender a amar y que esa enseñanza la había tomado de él,
de esa voz de río,
de su amor tan limpio,
de esas lágrimas cristalinas.
Pero, sobre todo, de esa generosa manera de dar.

Unos días después, el abuelo también se fue.
Nos dijo que nunca había entendido eso de la misión que tenemos en la vida, hasta que murió su esposa y novia. Y, en ese instante, supo que había sido, ¡amar a la abuela!
 
Huele a tierra
Miro al abuelo montado en el burro
subir a la hacienda por la montaña con el sudor bajando por su frente,
con los ojos llenos de satisfacción por la excitante jornada.

Todos los días se acuesta con la noche y se levanta con el sol, al canto de un gallo, para sembrar la tierra con las semillas de fe, futuros y esperanzas. Con una tierra fértil de abundantes fragmentos, de letras que conforman Venezuela.

El abuelo, aunque de edad avanzada,
tiene más fuerza que cualquier jovencito del pueblo,
arreando el ganado,
bañando los caballos,
y desenvainando el machete para defenderse de la maleza,
de un llano claroscuro.

Su nombre es conocido por las casas de aquel valle,
conoce el tiempo de la lluvia ante su precipitación y su oído está atento a la danza de la coral, que, desde joven, ha tratado de morder a aquel señor de gran carácter con la voluntad más fuerte que el acero,
que lleva siempre colgando de la cintura,
y con los tobillos más tercos del mundo.

Ama al campo,
le ha dado su vida,
pero, más ama a la abuela,
a la mujer que le dio el vigor de su juventud,
los frutos de un vientre lleno de trigo,
con los labios de casabe,
piel de maíz,
con el pecho de vino,
con las manos de miel,
los ojos de amazonas,
y olor a mango piña.

Y mi abuelo, hombre de familia
fe y bendición, propuso a aquella mujer,
ahora su esposa, que lo honrara llenándole la casa
de ángeles que cantaran tan fuerte, que hicieran salir a la soledad de esas cuatro pareces
por la ventana de cedro,
y convirtieran en hogar, el lugar donde habitaban.


Siempre me decía que la abuela era su gran fortaleza,
que ella trabajaba con la misma intensidad que él tenía.
Que muchas veces se quebrantó delante de ella cuando la sequía azotó el conuco que, con tantos celos, él cuidaba.
Que no se rindió cuando la plaga destruyó aquella cosecha de la hacienda “La gran señora”.

Me decía:
Tu abuela es un macho de mujer,
y cómo olvidar la historia cuando la abuela salvó al venado de morir por la inundación del río,
y de la manera en que hacía las cosas con tanto cuidado, que a pesar de haber tenido doce hijos nunca se le escapaba un detalle.

Ese abuelo, cómo nos contaba toda clase de historias, su tema favorito sin duda alguna, era la abuela. Y ese amor era tan correspondido como el de las flores a la primavera.

Sus ojos, al verla, destilaban tanta ternura, que las estrellas celosas titilaban para llamar su atención.
Pero él no se distraía. Se hallaba perdido en la bondad y la sabiduría de la abuela.




La única que sabía cómo apaciguar el carácter de mil rayos que él tenía.
Le decía: Pancho, tranquilo viejo, no me explico cómo, hasta molesto, sigues teniendo los ojos de caballo purasangre que domina al viento.
Y él, al oír tal piropo, escondía un rostro más rojo que el tomate más fresco del conuco.

La abuela también sabía cómo hacerlo reaccionar, con un simple: Luis Francisco García, el señor inmediatamente escuchaba. Yo no entendía el misterio, ese misterio de pronunciar el nombre completo.

Después de muchos años, murió la abuela.
Le dijo al viejo que llegó al mundo para aprender a amar y que esa enseñanza la había tomado de él,
de esa voz de río,
de su amor tan limpio,
de esas lágrimas cristalinas.
Pero, sobre todo, de esa generosa manera de dar.

Unos días después, el abuelo también se fue.
Nos dijo que nunca había entendido eso de la misión que tenemos en la vida, hasta que murió su esposa y novia. Y, en ese instante, supo que había sido, ¡amar a la abuela!
YURETZIS

¡Qué relato más enternecedor!

¡Hermoso ser abuelo!

¡Y con semejante abuela!

Abrazos y besos desde mi balcón quiteño,
lleno de geranios multicolores,

Guillermo.

 

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