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Los dos "apóstoles" de lo tartamudos

Me solicita un buen amigo que escriba sobre dos grandes hombres a los que se puede considerar como “los apóstoles” de los tartamudos ya que tuve la inmensa fortuna de conocer a ambos. Posiblemente puede haber existido y exista algunos otro, pero a esos los desconozco porque aunque me consta que existen personas que se dedican a la corrección de la disfemia o tartamudez – como más vulgarmente se conoce a este trastorno del habla – no tengo el honor de haber tratado con ellos salvo con dos. Y a estos todavía no se les pueda dar igual título que a don Jesús Ordóñez Ancín y a don Emilio Borrego Pimentel. Todavía les queda mucho camino por recorrer para lograrlo, sin que estas palabras sirvan de menosprecio para su labor. Así como tampoco para la de los demás a los cuales ya he dicho que me son ajenos.

El hecho de que les denomine “apóstoles de la tartamudez” no tiene nada que ver con que los dos fueran sacerdotes, igual podrían haber sido Médicos, empleados de Banca o Ingenieros de Caminos. Es por su entrega total a la corrección de la tartamudez, totalmente de manera altruista, por la que les llamo así y no soy solo quien lo hace. Aunque sobre ese altruismo existan algunas diferencias, que si las observamos bien no son tantas.
Y vamos, para comenzar, con la persona de Jesús Ordóñez. A este señor le conocí a mis trece años, asistiendo a sus clases en los veranos de 1959 y de 1960.

Don Jesús las impartía en un chalecito sito en la calle Encinar, 8, de Madrid, no muy lejana de mi domicilio. Esta vivienda, con un amplio patio donde hacíamos gimnasia casi todos los días una vez terminada la terapia, pertenecía a un matrimonio compuesto por un señor al que se le conocía don Francisco y por su esposa cuyo nombre no recuerdo. Dicho matrimonio debía tener algún concierto económico con don Jesús de resultas del cual los alumnos debíamos abonar una cantidad mensual que comprenderéis que no recuerde ya que la pagaba mi madre y yo era muy niño por aquel entonces y no me interesé por ese detalle. Lo que sí creo recordar es que la cifra no era barata precisamente para aquella época y desconozco totalmente si el sacerdote percibía algún porcentaje de ella, aunque sospecho que alguno sí pero ésta es una suposición muy gratuita. Posiblemente, no. Así que lo dejaremos en la duda.

Me estoy refiriendo a las clases que impartía don Jesús, única y exclusivamente. Por supuesto que si te quedabas a comer allí, mediopensionista, como estuve el primer año, era lógico que se pagase. O quienes estaban internos allí, durmiendo incluso, como permanecí durante el segundo verano. Esos eran servicios aparte que se cobran en todos los sitios.

La figura del Padre Ordóñez, a los ojos de un crío de 13 años, era un tanto distante y hasta si me apuran en cierto modo antipática, demasiado seria. En eso se diferenciaba mucho de don Emilio, lo cual es totalmente lógico ya que el primero era navarro y el segundo granadino siendo bien conocidas las diferencias de carácter existentes – generalmente – entre las gentes de ambas regiones españolas.

Ordóñez hablaba muy lenta y pausadamente, a veces incluso hasta se le notaba las inspiraciones que efectuaba – supongo que era para que siguiéramos su ejemplo – y quien haya leído su libro LA TARTAMUDEZ VENCIDA podrá notar que a través de él y en sus manifestaciones en todo momento pretendía ejercer su ministerio sacerdotal, muy al contrario que Borrego que llegó a suprimir del texto mecanografiado cuya fotocopia regalaba a sus alumnos casi todas las alusiones a Dios que pudo ya que para él una persona tartamuda era en primer lugar un tartamudo y sus creencias tanto religiosas como políticas le traían al pairo.

NO ES CIERTO que el inventor de la llamada terapia Ordóñez fuese él mismo. Digamos que aplicó a su modo y manera lo que ya escribiese el logopeda, o lo que fuese, Chervin. Un francés que parece ser fue el primero en hallar un método eficaz para la corrección de la tartamudez. Don Jesús lo aplicó como mejor supo y Emilio Borrego hizo lo mismo con la de Ordóñez, los dos basándose en efectuar una buena inspiración antes de hablar y en lanzar la palabra pausadamente. Cada maestrillo tiene su librillo, dice el refrán y nunca mejor dicho. Es de suponer que los que después han seguido sus pasos habrán interpretado las enseñanzas recibidas a su modo y manera, según les haya parecido mejor e intentando mejorar lo anterior.

Puedo asegurar que las clases que impartía don Jesús eran de lo más aburrido que existe. De las dos horas que me parece recordar que duraban, con un descanso, acaso fueran tres con la mencionada interrupción, gran parte del tiempo se dedicaba a la relajación total y profunda. El resto a efectuar vocalizaciones y, normalmente ya por las tardes, había alumnos que discurseaban al resto para demostrar sus progresos. O si estos eran nulos para que el profesor le dijera cómo mejorar.

Lo que sí puedo decir que cualquier fluido que observase alguna de aquellas clases tenía todo el derecho del mundo a carcajearse ya que cuando nos dormíamos durante la relajación, sentados en unas sillas alrededor de una larga mesa les podríamos resultar cómicos. Y cuando vocalizábamos parecía que sonase un coro de aficionados, pues siempre había alguno que desentonaba. Así lo manifestó en una ocasión el cartero de Correos que llevaba la correspondencia.

Muchos de los alumnos eran sacerdotes jóvenes o seminaristas, enviados por sus Superiores y me parece que a gastos pagados. Abundando quienes más que corregir totalmente su tartamudez lo que deseaban era mejorar su dicción con vistas a su ministerio sacerdotal, ya presente o futuro. Es decir, don Jesús Ordóñez era además de logopeda foniatra, que considero dos cosas muy diferentes. O al menos ésa es mi impresión pasados tantos años.

Seguramente debido a mis pocos años, a mis ganas de jugar y a mi personal idiosincrasia las enseñanzas de Ordóñez me valieron de bien poco. Quizá pude hablar correctamente durante algún tiempo, pero no aproveché como debí hacer la ocasión que se me brindaba. Y este fracaso no se le puede achacar NUNCA a don Jesús sino a mí mismo y a mis circunstancias, como sí se ha hecho por parte de muchos a don Emilio Borrego. Quien sigue el método Ordóñez, o como queramos llamarlo según queda escrito más arriba dependiendo de quien lo imparta, SIEMPRE logrará la corrección total. Pero esto, no nos engañemos, es muy difícil ya que los tartamudos más que muy nerviosos como aseguró Ordoñez lo que solemos ser es muy vagos e inconstantes. Y lo digo bien claro, le pese a quien le pese, aunque me consta que más de uno va a opinar lo contrario y a denostarme como ya se ha hecho.
Allí tuve la oportunidad de conocer al famoso periodista sevillano Antonio Burgos, quien continúa riéndose del silabeo y por lo tanto tartamudeando. Lo que sucede es que la tartamudez del citado señor era muy leve diga lo que diga, cosa que también les sucede a otros tartamudos que he conocido posteriormente que siendo casi totalmente fluidos se consideran tartamudos por no tener gran facilidad de palabra. No voy a discutir este punto, que ya lo he hecho bastante y me ha costado enfrentamientos que no deseaba.
Pero, por lo visto, a muchos les cuesta reconocer sus propios errores.

También tuve el honor de que en mi habitación fuese donde don Jesús se echaba la siesta, ignoro si en mi cama o en la de Burgos, durante el segundo año de mi permanencia durante el cual ya dije que estuve interno en el Centro.

Pasados tres años de aquello, ya con mi Preuniversitario aprobado y habiendo comenzado mis clases de canto, acudí a cantarle algo a don Jesús. Pero éste había fallecido hacía meses o puede ser que más de un año. No lo recuerdo.

Y hasta aquí Ordóñez. Para aquellos tiempos en los cuales no había más y en los que el tartamudo solía ser considerado como “el tonto del pueblo” opino que ya hizo bastante, despejando el camino para los venideros. Es verdad que la personalidad del maestro influye mucho en el aprovechamiento del alumno y para mí que don Jesús no fue demasiado buen maestro por su carácter un tanto huraño con los más jóvenes. Cosa lógica y que a mí mismo me sucede cuando me ruegan que corrija o aconseje sobre un poema. Si conozco de antemano que poco caso van a hacerme me muestro con acritud, cuando me consta que van a seguir mis consejos soy simpatiquísimo.
 

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