MARCELA ROYO LIRA
Miembro
Salgo. Piso con fuerza el pavimento. Y, como si jugara al luche esquivo los charcos, el barro, los papeles y las hojas que arrastró el viento, No quiero ir. Sin embargo, estas piernas, las mías, me llevan hacia la plaza. La que nunca me gustó. La de los aromos sin soles y de bancos rotos, rayados. Donde encontraron a una niña muerta y el lugar se llenó de hombres de la PDI, con sus trajes azules y las letras amarillas en la espalda. Hasta los loros huyeron cuando bajaron de la camioneta con expresión grave. No había nadie que pudiera soplarles información. A pesar de eso, se quedaron horas conversando, atentos a los transeúntes y a cualquier movimiento extraño en las cercanías.
Al llegar a la esquina, cruzo la calle.
El amarillo en la rama de los árboles me sorprende. Niños corren, saltan y juegan en los armados de fierro, de azul intenso, naranja y verde. En el escaño un hombre lee el diario. Tres mujeres tejen y vigilan a los pequeños. Un estudiante abre su estuche y comienza a tocar el violín. Lo acompaña una muchacha en violonchelo. El hombre levanta la vista. Los palillos se detienen. La lana no corre. Los chicos rodean a los músicos. En la avenida buses y automóviles continúan su afán, como si el bullicio que emiten estuviese lejos, muy lejos y no fuese posible que interrumpan este instante especial.
Sé que es la plaza que me disgusta. Que en ella por alguna razón los aromos no florecen, que manos con cortaplumas rayaron los bancos. Que hubo una muerte.
Desde la panadería llega aroma a empanadas. Pasado mañana es 18 de septiembre. Cinco escolares bajan del microbús vestidos de huasos. Campesinos pobres, no el traje del dueño de fundo. Caminan por la orilla de la calle. Les hago señas para que se acerquen a escuchar la música. Pero se alejan cantando una cueca. Dos de ellos zapatean sobre el pavimento húmedo, otro agita el pañuelo con la mano en alto. Un tercero ríe.
Desde la vereda de enfrente, un hombre con el paraguas abierto me observa. Le grito que lo cierre, que ya no llueve. Lo invito que venga a oír a los jóvenes (no sé por qué imagino que toca el piano y es profesor de música) Cuando se acerca reconozco a mi marido muerto. Mi grito calla al violín. El violonchelo se detiene. Los estudiantes, el hombre que lee el diario, las tejedoras y los niños voltean a mirarme. Algunos con enojo. Otros con pesar.
Silencio.
El gorjeo sediento de los queltehues, volando sobre mi cabeza, rompe la magia. Nubarrones negros oscurecen la tarde.
Mis dedos recorren las rayas en la madera, como si las figuras que dibujó el filo asesino pudiesen hablarme de la difunta, de la ausencia de flores en los aromos y por qué los loros no volvieron.
Un grupo de dorgadictos fuman y beben cerveza bajo el esqueleto de un árbol. No me miran. Sí lo hace el vagabundo que come, a grandes mascadas, la empanada que alguien le regaló. Cuando termina se limpia los labios con el dorso de la mano, se aprieta la naríz y con una expresión pícara señala a los muchachos. Luego, ríe. Me doy cuenta que mi boca dibuja una sonrisa.
Decido irme a casa.
Dejar atrás los aromos entumecidos y los bancos rotos. Seguir dando vuelta la manzana, cuando voy a la panadería, para no cruzar la plaza de mi disgusto. Volver a saltar los charcos y recoger los papeles que arrastró la ventolera.
A mi espalda, en la cordillera, un trueno anuncia que volverá la lluvia.
Al llegar a la esquina, cruzo la calle.
El amarillo en la rama de los árboles me sorprende. Niños corren, saltan y juegan en los armados de fierro, de azul intenso, naranja y verde. En el escaño un hombre lee el diario. Tres mujeres tejen y vigilan a los pequeños. Un estudiante abre su estuche y comienza a tocar el violín. Lo acompaña una muchacha en violonchelo. El hombre levanta la vista. Los palillos se detienen. La lana no corre. Los chicos rodean a los músicos. En la avenida buses y automóviles continúan su afán, como si el bullicio que emiten estuviese lejos, muy lejos y no fuese posible que interrumpan este instante especial.
Sé que es la plaza que me disgusta. Que en ella por alguna razón los aromos no florecen, que manos con cortaplumas rayaron los bancos. Que hubo una muerte.
Desde la panadería llega aroma a empanadas. Pasado mañana es 18 de septiembre. Cinco escolares bajan del microbús vestidos de huasos. Campesinos pobres, no el traje del dueño de fundo. Caminan por la orilla de la calle. Les hago señas para que se acerquen a escuchar la música. Pero se alejan cantando una cueca. Dos de ellos zapatean sobre el pavimento húmedo, otro agita el pañuelo con la mano en alto. Un tercero ríe.
Desde la vereda de enfrente, un hombre con el paraguas abierto me observa. Le grito que lo cierre, que ya no llueve. Lo invito que venga a oír a los jóvenes (no sé por qué imagino que toca el piano y es profesor de música) Cuando se acerca reconozco a mi marido muerto. Mi grito calla al violín. El violonchelo se detiene. Los estudiantes, el hombre que lee el diario, las tejedoras y los niños voltean a mirarme. Algunos con enojo. Otros con pesar.
Silencio.
El gorjeo sediento de los queltehues, volando sobre mi cabeza, rompe la magia. Nubarrones negros oscurecen la tarde.
Mis dedos recorren las rayas en la madera, como si las figuras que dibujó el filo asesino pudiesen hablarme de la difunta, de la ausencia de flores en los aromos y por qué los loros no volvieron.
Un grupo de dorgadictos fuman y beben cerveza bajo el esqueleto de un árbol. No me miran. Sí lo hace el vagabundo que come, a grandes mascadas, la empanada que alguien le regaló. Cuando termina se limpia los labios con el dorso de la mano, se aprieta la naríz y con una expresión pícara señala a los muchachos. Luego, ríe. Me doy cuenta que mi boca dibuja una sonrisa.
Decido irme a casa.
Dejar atrás los aromos entumecidos y los bancos rotos. Seguir dando vuelta la manzana, cuando voy a la panadería, para no cruzar la plaza de mi disgusto. Volver a saltar los charcos y recoger los papeles que arrastró la ventolera.
A mi espalda, en la cordillera, un trueno anuncia que volverá la lluvia.

